En 1995, Edgar Pomeroy entró a un edificio de oficinas usando un traje de alta costura, hecho a la medida. Además de su ropa de confección, el vestía el éxito como si hubiera nacido para él. De alguna manera, así era. Había nacido y crecido en Savannah, Georgia. Edgar disfrutaba un estilo de vida privilegiado. Su padre y su abuelo habían sido abogados, hombres que se vestían para el éxito. De niño, Edgar disfrutaba mirar a su padre vestirse en hermosos trajes de alta costura y telas costosas. A los 12 años, sabía que él también quería vestirse así.
Sin embargo, lo que no quería hacer era estudiar abogacía.
Edgar quería diseñar ropa, a medida.
Después de obtener un título universitario en ilustración de la Universidad de Arte y Diseño de Savannah, Edgar se mudó a Atlanta donde empezó su negocio propio. El diseñaba la ropa y sus costureros la cosían allí mismo. Sus padres le enviaban a sus amigos y los hombres de negocios asociados a ellos; con esa base, su negocio sería un éxito.
Muy pronto, Edgar se encontraba viajando por todo el país y más allá, diseñando ropa para gente con distintos gustos y conociendo gente muy interesante. Edgar diseñaba ropa para gente de negocios y famosos, incluyendo actores y músicos reconocidos.
Entrando a la oficina de uno de sus clientes, Edgar llevaba consigo la confianza de un hombre que se sentía cómodo en su propia piel—y su ropa. Después de tomar sus medidas, el cliente le propuso: “Vayamos arriba por un trago”. Relajado en ambientes elegantes, su cliente ordenó para cada uno de ellos un scotch y una soda.
Edgar probó su bebida, una que nunca había probado antes, y le gustó cómo sabía. Pero mejor aún, le gustó la manera en la que lo hizo sentir: una sensación de euforia total. Le gustó tanto, que de camino a casa ese día se detuvo para comprar una botella de whisky.
Una espiral insidiosa
“En ese momento no me di cuenta, pero yo tenía una personalidad adictiva” nos explica Edgar. “Mi abuelo tenía problemas con el alcohol, pero el gen se saltó a mi padre. Yo nunca tuve un problema con el alcohol hasta el día que mi cliente me ofreció el scotch con soda”.
“Mi necesidad aumentó y pronto quería tomar todo el tiempo. Bebía en la mañana, algunas veces tomando vino de ida a la oficina. Bebía al almuerzo, y paraba por cocteles a las 3 pm. Tomaba un trago con la cena y bebía toda la tarde. Yo era un alcohólico muy funcional: nunca perdía el conocimiento ni me enfermaba. Nunca afectó mi trabajo, pero sí causó problemas en mi matrimonio. Mi esposa llevaba un registro del nivel de alcohol en las botellas de la casa, así que empecé a guardar alcohol en el baúl de mi auto y detrás del sofá”.
En un hogar bullicioso con niños pequeños, Edgar ayudaba a su esposa con las tareas de la casa, voluntariando con el lavado de la ropa. La lavadora y la secadora estaban ubicadas en el sótano, donde nadie lo interrumpía. Ese lugar se convirtió en su lugar favorito y estaba completo, con una máquina caminadora. El sótano era un tesoro de botellas de alcohol escondidas. Su saco de golf estaba repleto de ellas. Mientras la lavadora centrifugaba la ropa mojada, Edgar miraba las noticias y disfrutaba de un cóctel. Mientras se secaban, corría en la caminadora mientras disfrutaba de un vino.
“Edgar, me gustaría que vinieras a mi casa esta tarde”, le dijo un amigo un día, allá por el 2000. “He descubierto este predicador llamado Kenneth Copeland y quiero que mires su programa conmigo. Creo que te gustaría”.
Edgar llegó a la casa de su amigo a la hora exacta.
Se sirvió una copa de Wild Turkey, una clase de bourbon, y la tomó mientras veía el programa “La Voz de Victoria del Creyente”. Le gustó Kenneth Copeland, y esa experiencia hizo que Edgar empezara a leer su Biblia.
El año siguiente, uno de sus niños trajo a la casa un virus estomacal que atacó a toda la familia. Después de enfermarse por horas a causa al mismo, y cuando finalmente las náuseas se detuvieron, Edgar bajó al sótano y se tomó una botella completa de vino.
Mirando la botella desocupada en su mano, pensó: Esto no es normal.
Tiempo de detenerse
“En el 2001 dejé de tomar. Mi esposa y yo nos divorciamos en el 2005, y aun así no tomé por los siguientes cinco años. Mientras estaba sobrio, empecé a salir con Leigh, una mujer maravillosa que no sabía que yo tenía un problema de alcoholismo. En el 2007 nos casamos; un año antes, en el 2006, mi papá me llamó para comunicarme que mi mamá había sido diagnosticada con cáncer”.
“No supe cómo manejar la enfermedad de mi mamá. Todo lo que sabía era que necesitaba tomar. No quería volver a tomar todo el tiempo; sólo necesitaba algo que me ayudara a través de la situación. Decidí que estaría bien probar un poco de vino spritzer. Terminé tomándome toda la botella”.
“Para un alcohólico, un vaso es mucho y 12 no son suficientes. Me di cuenta que había podido pasar todos esos años sin tomar, pero cuando bebí ese primer trago, estaba terminado. Una vez más, me encontré bebiendo en exceso. Leigh sabía que estaba haciéndolo, pero no tenía idea de cuánto. Ella no tomaba; sin embargo, nunca me lo echó en cara. Los alcohólicos creen que nada acerca de su situación es culpa de ellos. Así que recriminarme no hubiera cambiado nada”.
Conexiones divinas
“George Pearsons conocía a uno de mis clientes y alrededor del 2008 me contrató para que diseñara un traje para su hijo Jeremy. Más tarde, volaba hacia Texas para medirle el traje en las instalaciones de KCM. Mientras estaba allí, conocí a Kenneth Copeland en su oficina de aviación y empecé a confeccionarle trajes. Conocer a Kenneth hizo que tomara mi fe con más seriedad. Él me enseñó muchas cosas”.
El sonido del cristal, el rumor de las conversaciones y el olor a comida deliciosa embriagaba los sentidos de Edgar mientras estaba sentado en un restaurante, comiendo con sus amigos. El cóctel en su mano le daba la sensación de euforia que buscaba.
El mesero puso en frente suyo un plato de comida caliente. Agarrando su tenedor, Edgar notó que su mano temblaba. En un momento de claridad se dio cuenta que tomar tanto estaba afectando su sistema nervioso central. Haciéndole señas al mesero, le pidió que le trajera otro trago.
El plan de Edgar era beber hasta que el temblor se detuviera.
Su plan fracasó.
La semana de Acción de Gracias del 2009, Edgar voló a los Ángeles para medirle un traje a otro cliente. Para esas alturas, estaba bebiendo también al desayuno. Cuando regresó a su habitación en el hotel, cayó de rodillas y le clamó a Dios: “¡Dios, necesito Tu ayuda! ¡Esta cosa me está matando! Si me sacas de esto, no volveré a tocarlo. No sé qué harás, pero necesito dejarlo en forma permanente”.
Dos días más tarde, en el vuelo de regreso, Edgar bebió 10 botellas pequeñas de 2 onzas de vodka cada una. Ya en su casa, tomó con su cena. Al finalizar, él y un amigo fueron a un bar. Más tarde, se fueron de ese bar para entrar en otro.
El despertar
Mientras Edgar salía esa noche del bar más o menos a las 2 a.m., llovía a cántaros. Dando reversa, no vio el auto que estaba detrás suyo. El contacto no fue fuerte; se pareció más a un beso. Cuando arrancó, el auto salió del estacionamiento. Mirando las luces que lo seguían en medio de la lluvia torrencial, Edgar se sentía inquieto. Lo estaban siguiendo.
Edgar se detuvo en frente de su casa y se bajó del auto. Momentos más tarde, se encontraba frente a frente con el cañón de un arma. “¡Policía!” se escuchó, mientras caía al piso y esposaban sus manos contra su espalda. “Tienes derecho a guardar silencio…”
Aparecieron cinco policías y ni uno solo portaba un medidor de alcohol. “Vivo aquí”, les dijo Edgar. “Entremos. Prepararé café y podremos hablar”.
No les gustó la idea. En su lugar, lo arrojaron a la parte trasera de un carrito y lo dejaron allí por dos horas. Luego, lo transportaron al asiento trasero de un automóvil policial y lo trasladaron al Hospital Grady Memorial para hacerle una prueba de alcoholemia en sangre. Más tarde, en su exquisito traje a rayas, lo fotografiaron y registraron sus huellas digitales. Le pusieron grilletes en los pies y lo hicieron caminar saltando como sapito al cuarto de los borrachos.
Edgar nunca había experimentado nada parecido. El cuarto, que era espacioso, estaba lleno de sofás y borrachos. Algunos, desmayados. Otros, vomitando. Algunos orinaban contra las paredes. Su boca se sentía tan seca como el Sahara cuando susurró una oración: “Señor, gracias por dejarme ver esto”.
Lo tuvieron encerrado por 18 horas. Como su esposa estaba fuera de la ciudad, Edgar usó su única llamada para contactar a un amigo que pagara la fianza y lo sacara de la cárcel .
El primer día de una nueva vida
“Fui a mi casa en Atlanta y tiré todo el alcohol”, nos relata Edgar. “Tiré lo que había escondido en la casa, en mi bolsa de golf, en el baúl de mi auto. ¡Hasta me deshice del Listerine! Luego, le prometí a Dios que nunca lo tocaría nuevamente. Dios me dijo: Si lo haces de nuevo, estarás solo.
“Llamé a mi esposa y le conté lo que había sucedido. Ella me dijo: ¡Gracias a Dios! ¡Le toco enviarte un misil balístico para llamar tu atención!”
“Yo sabía sin lugar a duda que nunca bebería de nuevo. Se suponía que experimentara un periodo de desintoxicación, pero en la práctica no fue así. También se suponía que experimentara temblores, pero eso tampoco sucedió”.
Legalmente, las cosas no lucían bien. Presentaron cargos en su contra y le recomendaron que contratara un buen abogado. Edgar le dijo a su abogado en dos ocasiones: “Verás un milagro. Descartarán mi caso”.
Las dos veces su abogado se rió.
Pero fue Edgar quien se rió de último cuando descubrieron que la policía había perdido su muestra de sangre. Ya no había evidencia, y el caso en contra de Edgar fue cerrado. No tuvo que pagar multas, ni servicio comunitario, ni tiempo de prueba.
¡Las acusaciones de conducción en estado de embriaguez simplemente desaparecieron!
Edgar Pomeroy recibió una segunda oportunidad.
Viviendo por fe
Poco tiempo después, durante una de las sesiones de pruebas y medidas, Kenneth Copeland le mostró a Edgar 1 Corintios 6:10: «ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los malhablados, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios».
“Invité a Cristo a mi corazón” comenta Edgar. “Lo había invitado una o dos veces antes, pero Dios conoce nuestros corazones. Él sabía que yo no lo estaba invitando a ser el Señor de mi vida; esas ocasiones habían sido más como invitarlo a tomar algo. Pero esta vez, realmente era cierto”.
“Fui a Columbia, en Carolina del Sur para escuchar predicar a Kenneth. Lo veía en la TV. Me convertí en un colaborador y empecé a leer la revista. Con el tiempo, Kenneth se convirtió en más que un cliente. Se volvió un amigo y me ayudó a aprender cómo se vive en victoria. Aprendí cómo acudir a Dios por consuelo, en lugar del alcohol”.
“Algunas personas me dicen que sólo les gusta el sabor al alcohol. Mi respuesta para ellos es que no pueden engañar al rey de los tontos. Tengo un doctorado en alcohol. Es la vibración, la sensación. Yo hubiera tomado líquido de batería para sentirla”.
“Recuperarse de las adicciones es distinto para cada persona. Dios puede poner a algunos en un programa de rehabilitación. Él sabe qué es lo que va a funcionar mejor en cada caso. A mí me asustó sin anestesia. ¡Me la jugó muy bien!”
“Debido a que el alcohol es legal y puede comprarse en el supermercado, a la gente se le olvida que es una droga potente. Es peligroso, adictivo y te comerá vivo. Si estás atrapado en una adicción, arrodíllate y pídele a Dios que te ayude a dejarla de lado”.
“He visto a muchos de mis amigos morir a causa del alcoholismo, incluyendo el hombre que me invitó el scotch con soda. Conozco una mujer que murió a los 43 años y otro hombre que murió a los 50. Sin la intervención de Dios, ese hubiera sido yo».
Sin alcohol en su vida, Edgar ahora pesa 25 kilos menos. Su presión arterial, colesterol y triglicéridos volvieron a la normalidad, como también su hígado.
Hoy, Edgar Pomeroy tiene una nueva vida: para esta etapa y para la eternidad. Él es un ejemplo vivo, sonriente y amoroso de que con Dios todas las cosas son posibles.
Sin importar cuál sea el milagro que necesites hoy, Dios ya lo tiene listo, diseñado para ti. Tus respuestas han sido confeccionadas a la medida.