La tormenta tropical no logró refrescar el pueblo remoto en la selva de Uganda. Lo único que hizo fue hacer que la humedad se hiciera más intolerante. A sus 45 años, Jeanette Wilson se limpió la cara y contempló el río, acrecentado por la lluvia. A pesar de que cruzarlo era demasiado peligroso, los padres desesperados montaban los niños en sus hombros y atravesaban con dificultad la corriente de agua.
Jeanette no los culpaba por arriesgar sus vidas ni las vidas de sus hijos. Hasta ese momento, más de 10.000 niños habían muerto por la epidemia de sarampión. Estaban perdiendo una generación completa de niños porque no tenían vacunas. Como enfermera, Jeanette había viajado a Uganda como parte de un equipo de 20 miembros para inmunizar a tantos niños como les fuera posible.
Cada día viajaban a través de la selva a pueblos remotos, pero las noticias de su llegada se habían esparcido por la jungla más rápido que la fiebre. En un pueblo los esperaban 1.500 personas. En total habían suministrado 250.000 vacunas.
Este era un pueblo primitivo, al igual que los que ya habían visitado. No tenían agua potable, ni sistema de alcantarillado o electricidad. El pueblo estaba en poder de una olla negra, un plato y una taza. Cada persona en el pueblo agregaba algo en la olla y eso era lo que comían. Como líder del grupo médico, Jeanette recibía el plato y era la que primero comía.
Su intérprete le dijo: “El jefe del pueblo solicitó que oraras por todas las personas”.
Por primera vez durante su viaje, Jeanette se quedó congelada.
Miró alrededor las caras ansiosas y en duelo de todos los padres que habían perdido sus niños, sobrinos, sobrinas y nietos. Ella no tenía ningún problema en enfrentar la vida y la muerte. Podía ofrecer una resucitación cardiopulmonar, diagnosticar enfermedades y prescribir medicamentos. Y, sabía cómo orar. Oraba todos los días por su familia, compañeros de trabajo y sus pacientes.
Eso era una cosa. Pero pararse en la selva para orar por un pueblo entero, era otra. Jeanette se sintió inepta — insegura de cómo debía orar, y sin tener seguridad de cómo fluir con el Espíritu de Dios en ese momento. A medias, balbuceó una oración.
En su vuelo de regreso a casa, no pudo recordar lo que había dicho.
Un regalo de parte de Dios
“Esa experiencia fue un momento crucial en mi vida”, recuerda Jeanette. “Nací y crecí en Nebraska donde asistía a una iglesia denominacional. Me convertí en enfermera, me casé con Bart, mi esposo quien era un policía, y en 4 años tuve 4 hijos. Nuestras vidas hubieran continuando siendo iguales si no nos hubiéramos hecho colaboradores de Oral Roberts”.
“Cuando él anunció sus planes para construir el Hospital City of Faith (Ciudad de la Fe), le pidió a los Cristianos que vinieran a trabajar. Bart y yo desarraigamos nuestra vida y nos mudamos a Tulsa, Oklahoma. Bart se convirtió en el jefe del departamento de trasporte y yo en la jefa de evaluación de salud de la clínica”.
“Trabajar para la Ciudad de la Fe fue el mejor trabajo de mi vida. Orábamos diariamente por nuestros pacientes y éramos testigos de señales, milagros y prodigios. Nuestros pacientes también eran asombrosos. Cuidábamos de reyes, reinas, príncipes, princesas y líderes de tribus de todas partes del mundo, y el equipo de trabajo era un grupo de gran diversidad cultural”.
En la Ciudad de la Fe, Roberts proveía exámenes físicos gratuitos para ministros. Un día en 1983, Kenneth y Gloria Copeland visitaron la clínica mientras Jeanette estaba de turno. Ella acababa de finalizar con un paciente cuando una de sus compañeras de trabajo la llamó aparte, y le dijo: “Le mencioné al hermano Copeland que tú y Jane viajarán la semana entrante a Uganda para administrar vacunas contra el sarampión, y él quiere orar por ti”. “Grandioso” respondió Jeanette, siguiendo a su compañera hacia la sala de examinación.
Allí, el hermano Copeland oró y bendijo a ambas, Jeanette y Jane. Luego, se volteó hacia Jeanette, fijando su mirada en ella con sus penetrantes ojos azules.
“Necesito hacer algo más”, dijo. “Quiero impartirte el manto de sanidad que recibí de parte de Oral Roberts”.
Imponiendo sus manos sobre ella, el hermano Copeland oró nuevamente —esta vez impartiendo el manto de sanidad a Jeanette—.
Una semana más tarde, Jeanette estaba en la selva de Uganda. Pero sin importar lo que había experimentado en la Ciudad de la Fe, no se sintió preparada para orar por un pueblo. Había sido bautizada en el Espíritu Santo por un corto periodo de tiempo, y sabía que necesitaba aprender más acerca de fluir en el espíritu. De regreso en su casa, se inscribió en la colegio Bíblico Victory Christian Center (Centro de Victoria Cristiano), trabajando de día y asistiendo a clases nocturnas.
Manto por un milagro
El mismo año en el que el hermano Copeland impartió el manto de sanidad, Jeanette y otras dos personas hicieron un viaje misionero a un área remota de la selva guatemalteca, donde establecieron una clínica.
“Cuando llegamos, ya habían casi 500 personas reunidas alrededor del edificio donde estaban instalando la clínica”, recuerda Jeanette. “Pedí que movieran la multitud hacia la reja para que así pudiéramos trabajar sin estorbos”.
Mientras sus compañeros de trabajo organizaban la farmacia, Jeanette empezó a desempacar los suministros para la sala de examinación.
“Estaba sorprendida de encontrar cosas entre los suministros que normalmente no llevábamos a estos viajes”, nos relata Jeanette. “Cosas como un biberón, botellas de fórmula de suero y supositorios para niños que se usaban para bajar la fiebre. Me pareció muy extraño”.
Mientras continuaba desempacando, Jeanette levantó su cabeza y observó a una mujer que corría hacia la sala cargando una niña pequeña de unos 18 meses, con vestido azul claro floreado, medias y zapatos de cuero negro. Gritando histéricamente, la mujer le entregó la niña en sus brazos.
Inspeccionando su rostro, Jeanette supo que la niña estaba muerta. Su cuerpo estaba frio, su tez era grisácea, evidenciando que la bebé había muerto desde hacía algún tiempo. La pregunta era: ¿debía hacerle resucitación cardiopulmonar?
Para documentar el caso, Jeanette recostó la bebé en la mesa y tomó su estetoscopio. Auscultando sus pulmones por señales de aire, no pudo encontrar ninguna. También auscultó el corazón, con la esperanza de que hubiera alguna señal de vida. Nada.
No había intervención médica que pudiera ayudar a esta niña, pensó Jeanette. Su única esperanza, era un milagro.
Imponiendo sus manos en el cuerpo frio de la niña, Jeanette declaró: “Le ordenó al espíritu de esta niña que regrese a su cuerpo”.
No pasó nada, así que Jeanette empezó a orar en el espíritu mientras la madre estaba parada allí, sollozando. Luego, Jeanette clamó al Señor diciéndole: “Dios, no creaste esta bebé para que muriera antes de que tuviera una oportunidad de vivir”.
A los pocos minutos, Jeanette notó que uno de los pies de la niña se movió.
¡Dios mío, Dios mío!
Continúo orando en el espíritu.
Luego, notó un tirón en el dedo meñique.
“Dios, dale aire”, Jeanette clamó. “Necesita aire porque ¡va a vivir y no a morir! ¡Le dirá al mundo lo maravilloso que eres!”
En ese momento la bebé inhaló una enorme bocanada de aire, y gritó.
La madre de la niña estaba extasiada.
Fe por milagros
“La bebé regreso a la vida tan enferma como estaba cuando murió”, nos explica Jeanette. “En pocos minutos, su temperatura estaba en 40ºC y estaba muy deshidratada. Cuando la examiné, me di cuenta que tenía un caso agudo de amigdalitis. Sus amígdalas estaban tan inflamadas que habían bloqueado el aire. Se había asfixiado”.
“Comencé a suministrarle antibióticos y luego recordé la botella de suero y los supositorios para bajar la fiebre. ¡Dios había pensado en todo! Para la tarde, ya estaba lactando. El día que regresábamos, ella estaba corriendo, riéndose y jugando. Jamás hubieras imaginado que había estado tan enferma, y mucho menos muerta”.
Cientos de personas que esperaban que la clínica abriera habían visto a esa madre cargando una bebé muerta. Y luego, habían visto una bebé salir viva. Ya no estaban más interesados en las medicinas. Su fe estaba tan activada que pedían por oración y recibían sanidades milagrosas.
Desde ese momento, Jeanette pasa sus vacaciones cada año viajando a diferentes lugares remotos del mundo, con el equipo de misiones “One to the other” (Uno para el otro). En uno de sus viajes a Argentina, el equipo se detuvo en un pueblo por comida y agua, pasando por el lado de un hombre de aproximadamente 60 años que estaba en la ruta. La gente del pueblo les explicó que era ciego de nacimiento.
Estacionándose al lado de la ruta, le hablaron acerca de Jesús y lo guiaron hacia el Señor. Luego, impusieron manos sobre sus ojos y oraron por él. Cuando abrió sus ojos, el hombre describió que veía algo como líneas en movimiento ascendente.
“Alcancemos una visión 20/20”, dijo Jeanette, mientras oraban nuevamente.
Cuando quitaron sus manos, la visión del hombre se había focalizado y él podía describir cada parte de sus alrededores. En respuesta, el pueblo entero recibió a Jesús como salvador. Jeanette nos dice: “Aquellos que estaban enfermos, fueron sanos”.
Una nueva dirección
“Había estado haciendo viajes misioneros a corto plazo por varios años”, comenta Jeanette. “Luego, en 1992, mi esposo se fue a casa a estar con el Señor. Después de ese incidente, alargué mis viajes. En 1996 había estado trabajando en un barco médico en el Caribe y decidí unirme como parte del equipo de la organización ‘Youth with a Mission’ (Juventud con una Misión) y pasar más tiempo allí”.
“El Señor me interrumpió y me dijo: ‘no te llamé al Caribe. Te he llamado a la India’. Me quedé dura como una piedra. Nunca había estado en la India”.
“En 1997 viajé a la India como misionera independiente trabajando con el Dr. Alex Phillips. Esa vez me quedé por cinco años. Había una epidemia grandísima de SIDA que dejó muchísimo niños huérfanos y viviendo en las calles. Parte de nuestro propósito era sacar esos niños de las calles y ponerlos en un ambiente seguro”.
Jeanette pasó el primer año en el sur de la India aprendiendo la cultura y el idioma. Durante los siguientes cuatro años, se estableció en Bihar en la zona noroeste del país. Vivía en la ciudad de Purnea, ubicada en la base del Himalaya, unos 35 Km al sur de Nepal.
“Recorría en bicicleta el pueblo todos los días, ida y vuelta”, explica. “Y además de mi trabajo médico, predicaba los domingos. Construimos colegios en pueblos remotos y los llenamos con profesores de tiempo completo. También construimos casas donde los niños vivían. Enseñaba la Biblia, salud e higiene, y oración a niños y adultos. También empezamos la Red de Oración de Niños, con 200 niños que estaban hambrientos por orar”.
En el 2001, miembros locales de su grupo misionero descubrieron un pueblo remoto y fueron a compartir las buenas nuevas de Jesús cuando se encontraron con un hombre anciano que estaba muy enfermo. Uno de los misioneros le impuso sus manos y oró para que viviera y no muriera.
El hombre fue sano.
Después, descubrieron que ese hombre era el jefe del pueblo —y el pueblo era musulmán—. En la India, los musulmanes no tienen nada que ver con los cristianos. Sin embargo, el jefe les dijo: “quiero que regresen a mi pueblo y les enseñen a las mujeres a orar como ustedes lo hacen”. Y además de regresar al pueblo por pedido del jefe, Jeanette y el resto del equipo pudieron montar una clínica en ese lugar.
Fe por avivamiento
Durante los 14 años que Jeanette y los otros han estado ministrando en la India, se han construido y llenado 18 colegios. Más de 5.000 niños que nunca habían estado en un salón de clases han sido educados. Los primeros 15 estudiantes ahora han terminado la universidad y algunos están asistiendo al colegio Bíblico y entrenándose como misioneros. En la India, cerca de 55.000 personas reciben a Jesús cada día.
Hoy, Jeanette no puede más que pensar en ese día en 1983 como un momento crucial en su vida. Desde ese día, ha visto fuegos de avivamiento, señales, prodigios y milagros de toda clase en muchos lugares alrededor del mundo —incluyendo los Estados Unidos y Canadá, Walis, Alemania, Perú y África—.
“¡Que unción tan maravillosa la que Kenneth Copeland me impartió!”, dice Jeanette. “En ese momento, no tenía idea de lo que Dios tenía preparado para mí, o cuánto necesitaría. He escuchado la mayoría de los CDs de Kenneth y Gloria, leído sus libros y revistas, visto los programas de televisión. Todos estos años después, todavía sigo alimentándome de sus enseñanzas”.
¿Y ahora, qué sigue para Jeanette?
“Hay una hambruna tan severa a lo largo de Sudáfrica que niños huérfanos que viven en las calles están siendo asesinados como comida”, nos comenta. “Me pidieron que vaya a África y haga lo que hicimos en India. Sacar a los niños de la calle”.
Hoy en día, Jeanette Wilson ha ministrado en más de 70 países. A los 77 años, no tiene planes de retirarse. La parte más difícil para ella, nos dice, ha sido la soledad en lugares como la India donde sólo el traductor habla inglés. ¿Cómo lo maneja? “Cada vez que me siento sola, Jesús me dice: ¡prende la radio, y bailemos!”
Es así como Jeanette Wilson vive su vida. Es un baile a ritmo lento, con Jesús. Mejilla con mejilla, ellos han bailado alrededor del mundo —en selvas, desiertos y en las partes más remotas de la Tierra—.
Y como resultado de esa intimidad, la muerte ha sido derrotada, la gente ha sido sanada, almas han sido salvas y ¡la eternidad ha sido cambiada para siempre!