Cuando alguien te pregunte como te ha ido últimamente, hay una respuesta que espero nunca uses. Espero que nunca digas que estás lo mejor que puedes, “dadas las circunstancias”.
Como creyente, debes eliminar para siempre esa frase de tu vocabulario. Tú nunca has estado gobernado por las circunstancias. Tú no tienes que acobardarte bajo su ataque, como el resto del mundo lo hace, y hacer lo mejor que puedas para pasarlas.
Como un hijo nacido de nuevo del Dios Todopoderoso, puedes remontarte por arriba de ellas, como dice Proverbios 18:10: «El nombre del Señor es una fortaleza a la que el justo acude en busca de ayuda» (“O como dice la referencia de mi Biblia “El justo corrió a ella, y es levantado en alto”).
¿Cómo es ser “levantado en alto”, y estar por encima de las circunstancias negativas? Es como ser un águila durante una tormenta. Cuando los vientos comienzan a soplar y las nubes se acumulan, ésta no aletea en medio del peligro, tratando de salir de allí. Tampoco se esconde en su nido para sólo sobrevivir. Por el contrario, levanta vuelo hacia lo alto. Sin ni siquiera tener que trabajar, tan solo posiciona sus alas y aprovecha las corrientes del viento cada vez más alto hasta que se encuentra por encima de la tormenta.
Después, sólo mantiene el mismo curso y se relaja. Vuela alrededor disfrutando del paisaje y cuando la tormenta se acaba, desciende y regresa a casa.
Como creyentes, tú y yo podemos hacer exactamente lo mismo. Podemos extender nuestras alas y ascender por fe en el Nombre del SEÑOR y sobrevolar en victoria cada tormenta.
Ésta fue una de las primeras cosas que Jesús le enseñó a sus discípulos después de Su resurrección. En lo que llamamos la gran comisión, Él dijo: «Y estas señales acompañarán a los que crean: En mi nombre expulsarán demonios, hablarán nuevas lenguas, tomarán en sus manos serpientes, y si beben algo venenoso, no les hará daño. Además, pondrán sus manos sobre los enfermos, y éstos sanarán.» (Marcos 16:17-18, énfasis mío).
A pesar de que esas son palabras emocionantes, Jesús no estaba necesariamente sonriendo cuando las dijo. Él no les estaba dando una dulce charla a sus discípulos. Al contrario, de acuerdo con los versículos previos, Él los reprendió por rehusarse a creer los reportes de que sería levantado de entre los muertos. Él los había regañado por su incredulidad.
Porsupuesto que lo hizo amorosamente, pero estoy seguro que sus ojos estaban relampagueando porque éste era un asunto serio. Él estaba dándole a Sus tropas la orden de marchar; y en medio de esas órdenes estaba el siguiente mandamiento: “Crean en Mi Nombre”.
¿Entendieron los discípulos el mensaje?
Sí, lo hicieron. Hechos 3 lo confirma.
Nos relata acerca de un momento, no mucho tiempo después del derramamiento del Espíritu Santo en Pentecostés, en el que Pedro y Juan se encontraron con un hombre lisiado en la entrada del Templo. Cuando el hombre los miró esperando recibir algo, Pedro le dijo: «En el nombre de Jesucristo de Nazaret, ¡levántate y anda!» (versículo 6). Obviamente, tal como Jesús dijo que sucedería, una señal los siguió. A medida que Pedro tomó al hombre de la mano y lo levantó: «…se le afirmaron los pies y los tobillos! El cojo se puso en pie de un salto, y se echó a andar; luego entró con ellos en el templo, mientras saltaba y alababa a Dios» (versículos 7-8).
¿Cómo hicieron Pedro y Juan para saber qué hacer en esta situación? Ellos recordaron el regaño que Jesús les había dado. Ellos pensaron. No voy a dejar que esto me venza nuevamente. Se me ha dicho lo que debo hacer y voy a hacerlo. Voy a creer y usar el Nombre de Jesús.
La verdad, ellos no sabían que más hacer. Ellos no tenían ninguna otra revelación. Hacía pocos días que habían sido bautizados en el Espíritu Santo. No podían leer 1 Corintios y estudiar lo que los versículos dicen acerca de los dones de sanidad y el obrar milagros, porque el nuevo testamento todavía no había sido escrito.
En ese punto de su ministerio, Pedro y Juan no sabían mucho acerca del nuevo nacimiento. ¡Ellos sólo sabían que a menos que quisieran ver fuego en los ojos de Jesús nuevamente, era mejor que usaran el Nombre!
Quizás digas: “Sí, pero ellos eran apóstoles y tenían una unción especial, por eso pudieron sanar a ese hombre”.
No, no es por eso. El mismo Pedro le dijo: «a la gente en el Templo, quienes lo miraban con asombro mientras el cojo daba saltos alrededor alabando a Dios Pedro vio esto como una oportunidad y se dirigió a la multitud: «Pueblo de Israel —dijo—¿qué hay de sorprendente en esto? ¿Y por qué nos quedan viendo como si hubiéramos hecho caminar a este hombre con nuestro propio poder o nuestra propia rectitud?… Por la fe en el nombre de Jesús, este hombre fue sanado» (versículos 12,16, NTV).
Más adelante, cuando los líderes religiosos interrogaron acerca del incidente, Pedro les dijo lo mismo.
«Sepan todos ustedes, y todo el pueblo de Israel, que este hombre está sano en presencia de ustedes gracias al nombre de Jesucristo de Nazaret… En ningún otro hay salvación, porque no se ha dado a la humanidad ningún otro nombre bajo el cielo mediante el cual podamos alcanzar la salvación» (Hechos 4:10,12).
Y no fue tan solo Pedro quien atribuyó la sanidad de este hombre al poder del Nombre de Jesús. Juan también lo hizo; en 1 de Juan 3:23 escribió: «Éste es su [Dios] mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros como Dios nos lo ha mandado».
Frecuentemente cuando le pregunto a la congregación: “¿Cuál es el mandamiento de Dios a la Iglesia?” ellos me contestan que nos amemos los unos a los otros. Pero la verdad es que esa es sólo la segunda parte de ese mandamiento. La primera parte es: ¡creer en el Nombre de Jesús!
¿Qué tiene de grandioso el Nombre de Jesús?
Primero que nada, Él lo heredó del Dios Todopoderoso. Eso significa que es el Nombre de Dios. Es el Nombre que en el Antiguo Testamento es traducido como SEÑOR (como en Proverbios 18:10: «El nombre del Señor es una fortaleza»). Era el Nombre que los Israelitas consideraban tan poderoso y santo, y lo reverenciaban de tal manera que no lo mencionaban; eventualmente, la manera correcta de pronunciarlo desapareció.
Es el Nombre más maravilloso y poderoso que existe, y Jesús lo obtuvo por herencia. Le fue concedido después de que purgó nuestros pecados a través de la obra de redención, cuando “se sentó a la derecha de la Majestad en las alturas” y Dios le dijo: Tu trono, oh Dios, es eterno y para siempre; el cetro de tu reino es un cetro de justicia (Hebreos 1:3,8).
«Por lo cual Dios también lo exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra» (Filipenses 2:9-10).
¡Medita en eso! El Nombre que Jesús heredó, el Nombre que Dios le concedió después de Su ascensión al trono de la gracia, es el divino Nombre propio de Dios. Por lo tanto, la única manera de medir su grandeza y magnificencia es midiendo el poder del Dios mismo, y lo que puede hacer.
El poder de Dios es inmensurable—¡y cada pequeño componente de ese poder reside en Su Nombre!
Esto ya es suficiente para emocionarse, pero no es la historia completa. De acuerdo con Romanos 8:17, tú y yo como creyentes somos «herederos de Dios y coherederos con Cristo», así que ese Nombre nos pertenece tanto a nosotros como le pertenece a Jesús. Le pertenece a todo hijo de Dios nacido de nuevo, como el apóstol Pablo dijo: «de quien recibe su nombre toda familia en los cielos y en la Tierra» (Efesios 3:15).
Esta es la razón por la que la Biblia se refiere a la Iglesia en las escrituras como “la novia de Cristo”. Nosotros hemos hecho un pacto con Él en santo matrimonio ante el Dios Todopoderoso, tal como la novia toma el nombre de su esposo en el matrimonio terrenal; se nos ha dado el Nombre de Jesús.
La mayoría de los cristianos no lo han entendido todavía. Pueda que tengan un poco de revelación. Puede que entiendan que han sido autorizados para usar el nombre de Jesús en ciertos momentos para hacer la obra de Dios. Pero esto tan solo es la punta del témpano. La verdad es que no sólo hemos sido autorizados para usar Su Nombre, sino que también llevamos Su nombre.
¡Su Nombre es nuestro nombre!
Tenemos tanto derecho a usarlo como mi esposa Gloria tiene derecho al nombre Copeland. Ella no tiene ningún reparo de usar ese nombre. Ella lo usa con la misma autoridad y confianza que yo lo hago. Ella puede escribir un cheque, llevárselo al cajero del banco y ellos le sonreirán y le darán hasta el último centavo de mi cuenta. ¿Por qué? Es su nombre y su cuenta bancaria, tanto como la mía.
El Diablo no puede ver la diferencia
La autoridad que nos ha sido investida como creyentes va mucho más allá de nuestros sueños más grandes. Porque tenemos el Nombre de Dios, no sólo tenemos el derecho de hablar de parte de Dios, sino que tenemos el derecho de hablar por Su gracia como Dios. De hecho, cuando declaramos Su Palabra en fe, el diablo no puede ver la diferencia entre nosotros y Dios.
Cuando nos ve acercarnos, vestidos en la armadura espiritual descrita en Efesios 6—usando el cinturón de la verdad y la coraza de la justicia, y con nuestros pies calzados con la disposición de predicar el evangelio de la paz, levantando el escudo de la fe, y mirándolo a través de nuestro casco de la salvación—el diablo no sabe quién está en esa armadura. El sólo sabe que está viendo el uniforme de pelea de Dios. En lo que a él respecta, es Dios Padre o Su Hijo, el SEÑOR Jesucristo quien está en frente.
Quizás digas: “Pero, hermano Copeland, Dios y Jesús son perfectos. Yo no. Algunas veces peco o cometo errores. No se da cuenta el diablo que soy yo el que está en la armadura?”
No, si te arrepientes inmediatamente en el momento en el que pecas y corres al trono de la gracia. Jesús siempre está allí, y Él es fiel y justo para perdonar y limpiarte de toda iniquidad―instantáneamente―, en ese mismo momento. Y el diablo no puede hacer nada al respecto, porque tu justicia no se basa en tu rendimiento perfecto. Es un regalo de tu Padre Celestial quien envió a Jesús: «Al que no cometió ningún pecado, por nosotros Dios lo hizo pecado, para que en él nosotros fuéramos hechos justicia de Dios» (2 Corintios 5:21).
El Nuevo Testamento no deja duda al respecto. Nos dice que como creyentes, calificamos para usar la armadura de Dios y ejercer Su autoridad, no porque nunca nos equivoquemos, sino por nuestra fe de que estamos en Jesús. Él es la cabeza y nosotros somos el cuerpo.
Aun en lo natural, la cabeza y el cuerpo no tienen dos identidades diferentes. Cuando entro a un cuarto, nadie dice: “ahí viene el hermano Copeland y su cuerpo”. No. La cabeza y el cuerpo son una sola entidad. Tienen la misma identidad y el mismo nombre.
Y es así como nosotros somos con Jesús. Somos uno. Nosotros tenemos la misma autoridad que Él tiene. ¡Vestimos la misma armadura, y tenemos el mismo Nombre poderoso!
Hebreos 2:11-14 lo dice de esta manera:
«Porque el mismo origen tienen el que santifica y los que son santificados. Por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos cuando dice: «Anunciaré tu nombre a mis hermanos, Y en medio de la congregación te alabaré.» Y en otra parte: «Yo confiaré en él». Y una vez más: «Aquí estoy, con los hijos que Dios me dio». Así como los hijos eran de carne y hueso, también él era de carne y hueso, para que por medio de la muerte destruyera al que tenía el dominio sobre la muerte, es decir, al diablo».
Algunas veces, cuando te pones la armadura de Dios, puede que sientas que es muy grande para ti. Puede que sientas que necesitas crecer un poco espiritualmente antes de llenarla. Pero eso no cambia el hecho de que de acuerdo con esos versículos, el SEÑOR Jesucristo te ha llamado Su hermano. Eres nacido de Dios tanto como Él lo es. Tú y Él tienen el mismo ADN. Espiritualmente, son gemelos idénticos.
No es de extrañar que el diablo esté aterrorizado de verte. ¡No es de extrañar de que salga corriendo despavorido cuando lo resistes!
Llevas el Nombre de aquél que lo conquistó en un maravilloso y terrible combate en el fondo del infierno. Llevas el Nombre de quien lo destruyó y le quitó su autoridad. El siempre-victorioso, el cual «desarmó además a los poderes y las potestades, y los exhibió públicamente al triunfar sobre ellos en la Cruz» (Colosenses 2:15).
Nunca más permitas que el diablo te amenace. No permitas que te mantenga “bajo las circunstancias”. Cuando las nubes negras se acumulen en el horizonte de las circunstancias, solamente posiciona tus alas hacia arriba por medio de la fe en el Nombre de Jesús. Toma tu lugar, sentando con Él en los lugares celestiales―«muy por encima de todo principado, autoridad, poder y señorío, y por encima de todo nombre que se nombra, no sólo en este tiempo, sino también en el venidero» (Efesios 1:21)… y vuela por encima de la tormenta.