Latisha Stephens se hundió en el sofá, apoyó la cabeza en el cojín y cerró los ojos. El silencio parecía vacío sin sus hijos, de 11 y 13 años. Ella necesitaba tranquilizarse. Era hora de pensar, procesar y decidir qué hacer con su vida. Es por eso que había accedido a cuidar la casa de un amigo que se había ido de vacaciones.
Este era el momento de decidir si renunciaría a la relación de nueve años con su novio. Era un gran muchacho. Habían comprado una casa juntos con un terreno donde a los niños les gustaba jugar. Habían hablado mucho sobre el matrimonio. Hablado. Mucho. Durante nueve años.
Suspirando mientras experimentaba un escalofrío, Latisha se enfrentó a la verdad. Seguiría siendo un tema de discusión. No como una realidad. ¿Podría vivir con eso? Ella no lo sabía. Lo que sí sabía era que se sentía menos como una relación y más como tener un buen compañero de cuarto. Él pagaba sus cuentas y vivía su propia vida. Ella pagaba sus cuentas y se preguntaba por qué a él no le importaba lo que ella hacía. Eso era lo que no estaba funcionando para ella. Una vida juntos debería significar más que eso.
El dolor la hizo sentirse agotada. Derrotada. Ella había permanecido en la relación durante nueve años porque quería que funcionara. No quería fallar. Otra vez. Ya tenía varias relaciones fallidas y un matrimonio fallido en su currículum romántico.
Se sentía mayor que su edad. Como si hubiera sido ya mayor, de niña pequeña había pasado mucho tiempo sola. Su mamá, una madre soltera con tres hijos, siempre había trabajado largas horas en varias tiendas tratando de reunir el dinero suficiente para mantener un techo sobre sus cabezas. Había tenido un padrastro y el novio de su madre había vivido con ellos durante varios años, pero lo más amable que podía decir era que no eran modelos a seguir.
Aunque siempre había sabido que su mamá la amaba, la mayor estabilidad en su vida habían sido sus abuelos. Ambos abuelos habían sido predicadores. La habían llevado a la iglesia y le habían presentado a Jesús, una relación que había crecido a lo largo de los años.
A los 14 años, se había escapado de casa, pero no había abandonado el colegio. Ella había vivido con un novio y luego había dormido en el sofá de una amiga. Obtuvo su primer trabajo a los 15 años y compró su primer auto a los 16. Se retiró de la secundaria a los 17. Al día siguiente, certificado de estudios en mano, se matriculó en la universidad. Durante los últimos 11 años, había trabajado en el departamento de radiología del hospital local. Su vida giraba en torno al cuidado de sus hijos.
Viviendo una pesadilla
Latisha se levantó del sofá y se vistió para una fiesta de inauguración. Una de sus amigas había comprado su primera casa y había planeado una celebración. Condujo hacia la fiesta donde, un jugo mezclado con alcohol, golpeó su estómago vacío como un fuego. Más tarde, ella y otro amigo se dirigieron a un bar.
Eso es lo último que recordaba.
“Mi siguiente recuerdo fue despertar con un dolor insoportable y darme cuenta de que estaba en el hospital donde trabajaba, con ambas piernas rotas”, recuerda Latisha. “Mi primer pensamiento fue que había perdido mi trabajo. ¿Cómo podría trabajar con dos piernas rotas? Además, lo que haya sucedido debe haber estado relacionado con el alcohol. Estaba segura de que iría a la cárcel por conducir borracha.
“Nunca había estado en problemas. Nunca había sido arrestada, ni había faltado al trabajo. Bebía socialmente, pero nunca había sufrido un arresto por manejar en estado de ebriedad. Sin embargo, sabía que lo que había sucedido lo había cambiado todo. La vida que había conocido se había terminado.”
En ese momento, Latisha clamó a Dios. Oró mucho mientras estaba en el hospital y supo sin lugar a dudas que nunca volvería a beber alcohol.
“Incluso a través de la bruma del dolor, recordé que había ido a la fiesta de un compañero de trabajo y que me había ido con un amigo. Eso es todo; nada más a continuación. Había perdido tanta sangre que me habían hecho una transfusión. Iban a llevarme a la cirugía, pero primero necesitaban estabilizarme. En un momento, empecé a temblar incontrolablemente y tuve dificultad para respirar. Sufrí un paro cardiorrespiratorio, y supe que me estaba muriendo. Me habían dado demasiados medicamentos para el dolor. Revirtieron el proceso con Narcan y me estabilizaron.”
En el tercer día de su hospitalización, Latisha fue a cirugía. Luego, se despertó y vio a sus padres a su lado, sollozando. Miró a su padre, la única y verdadera figura paterna que ella había tenido. Él era su padrastro y el mejor padre que cualquiera podría esperar. Se preguntó de nuevo cuán diferente habría sido su vida si él no hubiera estado allí cuando crecía.
Deshaciéndose a pedazos
“¿Por qué lloras?”, le preguntó ella.
“Tu médico no quiso que lo supieras hasta que tuvieras una cirugía y estuvieras estable”, respondió su madre. “El joven del otro auto, al que golpeaste, falleció.”
Latisha se sintió deshecha, como si alguien hubiera tomado un desgarrador de costuras y la hubiera separado, y luego hubiera extraído cada hilo hasta deshacerse y dejar de ser humana. Se sentía como material de desecho, lista para ser arrojada a la basura. Ella había matado a alguien. No quería vivir. Merecía ir a la cárcel y quedar marginada. Se merecía lo peor.
“Mi amiga me dijo que, cuando salimos del bar, yo conducía tan erráticamente que ella temía por su vida”, explica Latisha. “Ella llamó a su esposo, quien se encontró con nosotros y se hizo cargo del volante. Condujo a su casa. Cuando salieron del auto, volví a subir al asiento del conductor y me fui.”
“De acuerdo con las llamadas al 911, manejé 7 km en contramano, en dirección norte en un carril de dirección sur. Casi choco con otros tres autos antes de golpear a Kevin de frente”.
Después de dos semanas, Latisha fue dada de alta del hospital. Con ambas piernas enyesadas, no podía caminar, ducharse o cuidarse sola. La familia y los amigos se turnaron para ayudarla. Meses después, cuando finalmente recuperó la movilidad, encontró una iglesia y asistió a todos los servicios. El pastor la aconsejó y oró con ella. Me arrepentí y le devolví mi vida a Dios”, recuerda. “Prometí servirle.”
Una noche, ella estaba viendo las noticias y vio a la madre de Kevin, Tiki Finlayson, quien la miró a los ojos. “Latisha, si estás viendo esto, quiero que sepas que te perdono.” Latisha sollozó durante horas, preguntándose cómo la madre de Kevin podría perdonarla cuando ni siquiera podía perdonarse a sí misma.
A medida que se acercaba su fecha de corte, Latisha trató de preparar a sus hijos para su arresto y encarcelamiento. Ella llevó a su hijo menor a un terapeuta para ayudarlo a entender lo que pasaría. Se dio cuenta de que sus hijos también habían sido víctimas de su elección de beber alcohol y conducir.
Cara a Cara
“La primera vez que estuve en la corte con la familia de Kevin, me sentía tan avergonzada que no podía ni mirarlos”, comenta Latisha. “Me prometí a mí misma que, como ya le había quitado tanto a Tiki, haría cualquier cosa que me pidiera. Si ella me hubiera pedido que saltara de un puente, lo habría hecho. La próxima vez que fuimos a la corte, Tiki me pidió que me reuniera con la familia. Fue agonizante, pero lo hice. La tía de Kevin había estado escribiendo cartas dirigidas a “Querida Conductora Ebria” que me leía personalmente. Lo que tenía que decir era difícil de recibir, pero sabía que lo merecía. Aún más: creo que yo hubiera sido mucho peor si uno de ellos hubiera matado a mi hijo.”
“Nunca había podido hablar en público, ni siquiera en la universidad. Pero cuando Tiki me pidió que hiciera una declaración en video para que lo usaran en 1N3, su programa de conciencia de manejo en estado de ebriedad, lo hice. Enfrentar a esa familia fue mucho más difícil que enfrentar al juez.”
Ir a la cárcel fue aterrador y traumático. A la mañana siguiente, todos se sorprendieron con una foto en el periódico Chattanooga Times Free Press. Era una foto de Tiki Finlayson abrazando a Latisha Stephens. Esa foto envió ondas de choque a través de la cárcel. Todos seguían hablando de eso.
El tiempo total que Latisha estuvo encarcelada, incluyendo la cárcel del condado y la prisión de máxima seguridad y una casa de rehabilitación, fue de 19 meses. Durante ese tiempo, nunca conoció a otra reclusa con los mismos cargos que hubiera sido perdonada. Los odiaban tanto que, se odiaban a sí mismos. El odio los llevaba a empeorar en lugar de mejorar. No tenían ninguna esperanza de redención. Nada por lo que vivir.
“Casi no asistí al programa de Navidad porque sabía que vería a Tom y a Tiki allí”, recuerda Latisha. “Cuando entré por la puerta, ambos me abrazaron. Tiki se veía tan tranquila. Me pregunté cómo era posible. Finalmente, me di cuenta de que, tal vez, ella estaba en paz porque me había perdonado.”
Esa revelación tuvo un impacto dramático en la vida de Latisha.
“Había muchas personas a las que necesitaba perdonar desde mi infancia. Tomando mi ejemplo de Tiki, perdoné a cada uno de ellos. Cuando lo hice, sucedió lo más extraño. Toda mi vida adulta, había tomado antidepresivos y medicamentos contra la ansiedad. Después de perdonar, y de poner mi vida en el camino correcto, ya no los necesitaba. Por primera vez en mi vida, podía acostarme y dormir sin tomar medicamentos que me ayudaran a hacerlo.”
“Cuando salí de la cárcel, Tiki me pidió que hablara públicamente con ella acerca de manejar en estado de ebriedad. No quería hacerlo al principio, pero como ella me lo pidió, acepté. Sé que lo que estamos haciendo es algo bueno, y se ha vuelto más fácil con los años; hasta es terapéutico. Me reencontré con un hombre maravilloso con el que había salido en la universidad. Nos casamos y tenemos un hijo de 3 años, además de mis dos hijos mayores. Ahora estoy más feliz que nunca. Todo porque fui perdonada, primero por Jesús y luego por Tiki.”