Hace varios años, un ministro me preguntó sobre una reunión que otro ministro estaba celebrando en nuestra ciudad. Le respondí para asegurarme de no quedar identificado como parte de esa reunión.
“No estoy de acuerdo con eso”, le dije, “y no participo de lo que está haciendo.”
Sin pensarlo, dejé que esas palabras salieran volando de mi boca. Estaba tratando de distanciarme de algunas cosas que pensaba que esta persona interpretaba como
cuestionables o incorrectas.
Cuando ese ministro se fue, mi corazón comenzó seriamente a molestarme. Estaba tan triste por dentro que me senté y crucé los brazos sobre el estómago. Con lágrimas en los ojos, oré: ¡Oh Dios! ¿Fue tan serio lo que dije? ¿Qué hice mal?
Antes de que pudiera terminar esa oración, Dios me respondió.
Me mostró que lo que había dicho a la ligera causó que ese ministro viera a su hermano ministro bajo una luz menor, y que su comunicación con otros ministros podría afectar futuras invitaciones o reuniones que este hermano en cuestión podría recibir. Como resultado, las palabras que acababa de decir podrían usarse para prevenir reuniones y servicios, salvaciones, sanidades y milagros, manifestaciones que deberían haber sucedido.
En ese momento comencé a llorar.
Esa fue mi primera revelación de que las palabras ociosas son un gran problema para Dios… y una herramienta viciosa del enemigo.
Jugando con fuego
Cuando el Señor habla, Él crea. Él nunca habla solo para decirnos lo que piensa o siente. Él habla para causar un efecto. En nuestra condición de hijos, fuimos hechos a Su semejanza. Somos los únicos seres creados a los que Él les ha dado una habilidad similar para elegir nuestras palabras, pronunciarlas y liberar poder espiritual.
Las personas carnales dirán lo que sientan, liberando cualquier pensamiento que pase por sus mentes sin tener en cuenta cómo eso afectará a los oyentes. Pero, como cristianos, necesitamos ser diferentes. Necesitamos asegurarnos de que, cuando hablamos, lo hagamos a propósito. Nuestras palabras tienen peso, y con ellas podemos hacer el bien… o podemos hacer mucho daño.
Jesús dijo una vez a las multitudes: «y cualquiera que dijere a su hermano, “Raca”, será culpado del concejo; y cualquiera que dijere, “Fatuo”, será culpado del infierno del fuego.» (Mateo 5:22, RVA).
La palabra, Raca, significa “vacío o inútil”. Y la palabra fatuo se puede definir como “moralmente inútil”. En ambos casos, Jesús nos está diciendo claramente que cuando hablamos palabras destinadas a degradar y menospreciar, nos ponemos en grave peligro.
Es por esta misma razón que usar malas palabras hacia alguien es tan malo. Usar una palabra de maldición contra otra persona es, esencialmente, una forma de declarar a esa persona como inútil. Y el hacerlo habilita directamente a nuestro enemigo. Él no quiere nada más que usarnos para degradar y menospreciar a los demás, porque esto hará que las personas piensen menos de sí mismas.
¡Sin embargo, Jesús nos encontró a cada uno de nosotros tan valiosos que murió por nosotros! ¡Significamos mucho para Él! Por eso no es nada menos que malvado sugerir que alguien no vale nada.
No hace mucho, sentí que el Señor avivaba esta verdad en mi interior. Él dijo: Cada palabra y cada acción que hace que otra persona se sienta menos es malvada.
Esas son palabras fuertes, pero no hay forma de evitarlo: ¿cómo podemos llamarnos cristianos y seguidores de Jesús si desestimamos y menospreciamos a aquellos por quienes Él dio Su vida? No solo pone en tela de juicio la calidad de nuestro carácter, sino que también pone en tela de juicio nuestra salvación. Si hacemos eso, literalmente estamos jugando con fuego.
Sé bondadoso
Pablo habla de este asunto en su carta a los Efesios:
«y no den lugar al diablo… No pronuncien ustedes ninguna palabra obscena, sino sólo aquellas que contribuyan a la necesaria edificación y que sean de bendición para los oyentes. No entristezcan al Espíritu Santo de Dios, con el cual ustedes fueron sellados para el día de la redención. Desechen todo lo que sea amargura, enojo, ira, gritería, calumnias, y todo tipo de maldad. En vez de eso, sean bondadosos y misericordiosos, y perdónense unos a otros, así como también Dios los perdonó a ustedes en Cristo.» (Efesios 4:27, 29-32, énfasis del autor).
En otras palabras, sigue el consejo de tu mamá: sé amable.
Cuando Dios dice que deberíamos ser bondadosos, no nos sugiere que seamos débiles. Deberíamos ser fuertes y firmes en lo que creemos. Lo que no está bien es ser duro y grosero; eso es impío.
Por supuesto, sabemos que el mundo no se detiene a pensar acerca de este tipo de comportamiento ni por un segundo. La gente vive completamente inconsciente de todos a su alrededor. Solo piensan a dónde deben ir, qué deben hacer y qué tienen en sus horarios. Ni siquiera se dan cuenta de lo indiferentes, groseros y duros que pueden llegar a ser.
Pero, como creyentes, debemos vivir de una manera diferente.
Hace años, estaba en un aeropuerto preparándome para un vuelo comercial con otro ministro. Los asistentes de la aerolínea calcularon mal y no tenían listo lo que necesitábamos para salir y, lamentablemente, ese ministro fue rudo con ellos. Después de reprenderlos, se volvió y notó que yo no estaba sonriendo.
“Lo siento”, me dijo encogiéndose de hombros, “esa es solo mi unción profética.”
¡Tuve que practicar el autocontrol en ese momento!
Ser rudo con alguien no tiene nada que ver con la “unción profética”. Tiene todo que ver con ser carnal e impaciente, y no caminar en el amor. Cuando alguien es rudo de esa manera, no está pensando, ni siquiera un poco, cómo sus palabras afectan a los demás.
Esto es importante porque es un gran problema para Dios. Simplemente, esa no es Su forma de ser. Él es amor, y el amor es amable (1 Corintios 13:4-8).
Después de ordenarnos ser amables, Pablo continua: «Por tanto, imiten a Dios, como hijos amados. Vivan en amor, como también Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros, como ofrenda y sacrificio a Dios, de aroma fragante.» (Efesios 5:1-2, RVC).
¿Por qué debemos ser amables, tiernos y perdonar? Porque debemos ser como Él. Debemos ser imitadores de Dios. Eso significa ser tierno y compasivo con los demás, y ocuparse de ellos si están lastimados. Jesús dijo: «Que se amen unos a otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes unos a otros.» (Juan 13:34, RVC).
Amando al prójimo
Caminar en el amor requiere de madurez. Pablo amplificó este tema cuando dijo: «sino para que profesemos la verdad en amor y crezcamos en todo en Cristo, que es la cabeza, de quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor.» (Efesios 4:15-16).
He oído a cristianos ser duros entre ellos y luego decir: “¡Bueno, oye! Mi trabajo solamente consiste en decir la verdad.”
¡Incorrecto! ¡Incorrecto! ¡Incorrecto!
Según estos versículos, la marca de madurez no es cuando decimos la verdad, sino cuando decimos la verdad en amor. Hablar la verdad en amor provoca crecimiento, y el cuerpo se construye y edifica a través del amor.
El amor marca toda la diferencia. Como Proverbios 16:21 lo dice: «Al de corazón sabio se le llama prudente; los labios amables aumentan el saber.» Cuando nuestras palabras están llenas de amor, éstas pueden ser la diferencia entre alguien que reciba y se acoja a lo que le decimos, o que se enoje y se cierre a escucharnos. Solamente nuestro tono de voz puede hacer o deshacer que alguien reciba la verdad.
Las buenas noticias son que no estamos solos en esto. Dios ha puesto Su amor dentro de nosotros. Romanos 5:5 dice que el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo. Pero depende de nosotros si liberamos ese amor en cada palabra que decimos.
Pon una alarma
Jesús dijo: «Pero yo les digo que, en el día del juicio, cada uno de ustedes dará cuenta de cada palabra ociosa que haya pronunciado. Porque por tus palabras serás reivindicado, y por tus palabras serás condenado.» (Mateo 12:36-37). Es algo serio.
Hace años tenía una oficina frente a Doc Horton. Él era un poderoso ministro que había librado cuatro grandes batallas en Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Una y otra vez, él hablaba sobre cómo Dios le salvó la vida a pesar de las balas que lo rodeaban.
Una vez me contó una historia sobre cómo otros soldados se metían en las trincheras y decían: “¡No te preocupes! ¡Todo marchará bien hasta que aparezca una bala que tenga tu nombre!”
Doc les respondía: “No estoy tan preocupado por esa bala. Me preocupan las que están marcadas: ‘¡A quien corresponda!’”
Doc sabía que, por cada bala específicamente dirigida a alguien, el enemigo disparaba al azar miles de otras balas. Cada bala en ese bombardeo seguía siendo mortal… y como las palabras ociosas, el enemigo puede usarlas para asesinar efectivamente.
Las palabras son contenedores. Pueden estar llenas de vida, o pueden estar llenas de muerte. Pueden estar llenas de paz, o pueden estar llenas de miedo. Pueden llenarse de amabilidad o llenarse de odio.
Cuando hables, revisa tus palabras y vigila tus labios (Salmo 141:3). No permitas que palabras ociosas se escapen de tu boca. Deja que el Espíritu de Dios te advierta. Di: “Espíritu Santo, detenme. Mírame, en caso de que pronuncie una palabra que rebaje a un hermano o lastime a una hermana. Deja que mis palabras se llenen de amor, creando y edificando a otros. ¡Quiero ser como Tú!”
No le des lugar al enemigo ni juegues con fuego. Imita al Señor.
¡Sé amable!