Normalmente nunca le presto mucha atención a los comerciales de TV, sin embargo, hace unos años, vi uno que era digno de recordar. Se trataba de un comercial de una compañía de limpieza y restauración. Mostraba un grupo de personas vestidos en uniformes verdes que llegaban en un camión color verde a una casa que había sido destruida por una inundación. El equipo se bajaba del camión y comenzaba su trabajo, haciendo que todo quedara reluciente.
Al final, la casa lucía como nueva y el comercial terminaba con la frase: “Como si nunca hubiera sucedido.”
Me llené de emoción la primera vez que Gloria y yo vimos ese comercial. Exclamé: “¡Gloria, eso es como la gracia de Dios! Hace lucir todo como si jamás hubiéramos pecado.”
La gracia cargó nuestros pecados en Jesús y los borró de tal manera que Dios ya no los recuerda (Isaías 43:25). La gracia fue al infierno por nosotros para que nosotros pudiéramos vivir como ciudadanos del cielo (Filipenses 3:20), no solo en el dulce más allá, sino en el aquí y ahora.
La gracia cargó nuestra culpa y nos libró completamente de la condenación para que, cuando como creyentes tropecemos con el pecado, no tengamos que pasarnos días y semanas lamentándonos, decepcionados de nosotros mismos. No tenemos que ir por ahí dándonos golpes de pecho por lo que hicimos y pensando que como cristianos deberíamos ser mejores. ¡Simplemente podemos arrepentirnos!
Podemos ir a Dios de manera directa y decirle con valentía: “Señor, lo que hice estuvo mal. Acepto mi responsabilidad y te pido que me perdones.” Después, con nuestra Biblia abierta en 1 Juan 1:9, podemos agradecerle que: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad.»
¿Qué queda después de que somos limpios de toda maldad?
¡Justicia y nada más!
En otras palabras, una vez que nos arrepentimos, es como si fuéramos nuevos una vez más. Somos como esa casa una vez que el equipo verde finalizó con su trabajo. Instantáneamente estamos bien con Dios y podemos volver a vivir en Su BENDICIÓN como si el pecado jamás hubiera ocurrido.
“Pero, hermano Copeland, todavía me siento como una rata por lo que hice.”
Entonces, todavía estas cargando el pecado en forma de culpa. No te has arrepentido.
“Oh, ¡ya me arrepentí!”
No, no lo has hecho. No te has arrepentido realmente hasta que crees, recibes tu perdón y lo reconoces. Una vez que lo has hecho, puedes caminar por fe en tu justicia y matar ese sentimiento de culpabilidad que te hace sentir como una rata.
“Pero, si no tengo ese sentimiento, ¿no estaré más inclinado a desobedecer a Dios una vez más?” podrías preguntarte. “¿No comenzaré a usar la gracia como un permiso para pecar?”
Bueno, si eres salvo, no lo harás. Ningún hijo de Dios nacido de nuevo está buscando la manera de pecar y salirse con la suya. Como creyente, estás buscando la manera de vivir libre del pecado—y para hacerlo debes tener confianza en la gracia de Dios. Debes confiar que Él te perdona y te limpia de toda maldad cada vez que acudes a Él; debes creer que Él lo hará por una razón muy simple e importante:
¡Porque Él te ama!
Cuando se trata de recibir la gracia de Dios, recibir la revelación del amor de Dios es de vital importancia. Primera de Juan 4 dice: «En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros: en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito, para que vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación [sacrificio] por nuestros pecados… Y nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene para con nosotros.» (versículos 9-10, 16).
Cree y confía en el Amor
Una cosa es aceptar mentalmente el amor de Dios, y otra muy distinta es creer y confiar en Él. Cuando realmente confías en el amor de Dios, obedecerlo es mucho más fácil. No necesitas sentimientos de culpabilidad para decirle “no” al pecado. Con alegría puedes hacer cualquier cosa que Dios te indique, porque crees que Él tiene los mejores deseos en Su corazón para ti. Aun si lo que te pide inicialmente luce como algo que te costará, todavía querrás hacerlo porque estás seguro de Su gran amor por ti; Dios se encargará de que tu obediencia al final de cuentas no te cueste en lo absoluto, sino que, por el contrario, te beneficie.
Debo admitir que no siempre he tenido esa clase de confianza. Aun durante mis años en el ministerio, no siempre he confiado plenamente en el Amor de Dios por mí. Como resultado, han habido momentos cuando me ha pedido que haga algo y en los que me he resistido.
Uno de los ejemplos más memorables fue durante los años 80. Gloria y yo estábamos predicando en Australia y Dios nos dijo que, cuando regresáramos a casa, empezáramos a salir en la televisión todos los días. Yo no quería hacerlo. En primer lugar, ya estaba cansado de predicar día y noche (el cansancio era mi culpa, no del SEÑOR). Segundo, los escándalos que sucedían todo el tiempo a raíz de los evangelistas en TV estaban teniendo un efecto financiero negativo en los ministerios. Así que, incrementar nuestros gastos, me parecía una mala idea.
Me pasé las 13 horas de ese vuelo desde Australia hasta nuestra casa tratando de convencer a Dios de no llevar a cabo su idea de salir en TV todos los días.
“SEÑOR, no creo que pueda enfrentar en este momento lo que se requiere para producir y pagar el programa a diario”, le dije. “No creo que físicamente pueda soportar esa carga. Siento que me matará.”
Podría haber disfrutado más de ese vuelo si simplemente me hubiera relajado y creído en el amor de Dios en esa situación. Me pudiera haber ahorrado muchos problemas si tan solo hubiera confiado en Su gracia de suplirme con más que suficiente fortaleza, poder y la provisión necesaria para realizar el trabajo. Sin embargo, decidí creerle a mi cuerpo cansado y a las circunstancias negativas.
Como resultado, a pesar de que le obedecí al SEÑOR y lanzamos el programa televisivo diario, comencé enojado. Cada vez que iba al estudio de televisión para hacer las grabaciones, estaba refunfuñando hasta el momento en el que encendían la cámara. Después, sonreía, y la unción llegaba sobre mí, y todo estaba bien. Luego, cuando terminaba y salía del estudio, volvía a estar enojado y continuaba así hasta que regresaba al estudio. (Lo sé, era algo muy tonto).
Eventualmente, con el tiempo, me quedé vacío y deprimido; un día simplemente entré y me senté mirando a la cámara. Sin encontrar la unción para ministrar, exclamé: “¡Renuncio!” y salí de allí con la intención de no regresar.
Si Gloria no hubiera decidido hacerlo en ese momento, no sé qué hubiera sucedido. Pero, ella lo hizo y ese fue el comienzo de su ministerio televisivo. Después, cuando oramos al respecto, descubrimos que Dios desde el principio había querido que éste fuera un esfuerzo conjunto, un trabajo en equipo. No lo identificamos porque ninguno de los dos quería hacerlo.
Una vez que los dos empezamos a colaborar, la cosas comenzaron a ser más fáciles y yo asumí que todo estaba bien. Después, hace unos años, estaba orando por las finanzas del ministerio. Mientras creía que todas las cuentas relacionadas a la televisión fueran pagas, cité Isaías 1:19. Dije: “Señor, de acuerdo con Tu PALABRA, «Si quiero y te hago caso, comeré de lo mejor de la tierra.»”
No calificas para citar esa escritura, me dijo.
“¿A qué te refieres?” le pregunté.
No has dicho una buena palabra sobre el programa de televisión diario desde el día en que lo comenzaste. Has sido obediente, pero no has estado dispuesto.
Por supuesto, Él tenía razón. A pesar de que había dejado el enojo al respecto, nunca me había arrepentido. Así que, esa misma actitud pecadora estaba todavía acechando en mi interior y causaba que me molestara el programa diario.
En el instante que lo reconocí, le pedí al SEÑOR que me perdonara. Declaré mi mala actitud, la identifiqué como pecado y me arrepentí. Recibí el perdón de Dios, Él me limpió de toda maldad y comencé a declarar por fe: “Amo el programa de televisión diario.”
Inmediatamente, la gracia de Dios comenzó a trabajar en mí y nació en mi interior una actitud completamente nueva. Comencé a disfrutar del programa diario de televisión. En lugar de ir al estudio pensando: Oh, no… supongo que tendré que hacerlo, fui diciendo: “¡Gloria a Dios! ¡Aleluya! ¡Tengo que hacer esto de nuevo!”
Donde el malvado no puede tocarte
Puedes desarrollar esa clase de actitud gozosa para cualquier cosa que Dios te pida que hagas. No importa si se trata de diezmar, cambiar algo en tu estilo de vida que no está de acuerdo con la PALABRA de Dios, o aceptar una tarea que parece imposible. Si confías en el amor de Dios, puedes hacer todas esas cosas con alegría. Puedes salir del miedo (porque el amor perfecto hecha fuera el temor) y hacer cualquier cosa que el SEÑOR te diga, sabiendo que Él solamente quiere BENDECIRTE y mantenerte lejos de todo problema.
Para Dios, la obediencia se trata de eso. Se trata de mantenernos en el lugar de la BENDICIÓN y protegernos de los peligros de la maldición. Aun en el Antiguo Testamento, Dios les dijo a los israelitas en Deuteronomio 28: «Si tú escuchas con atención la voz del Señor tu Dios, y cumples y pones en práctica todos los mandamientos… todas estas bendiciones vendrán sobre ti, y te alcanzarán… Si no oyes la voz del Señor tu Dios ni procuras cumplir todos los mandamientos y estatutos que hoy te mando cumplir, vendrán sobre ti, y te alcanzarán, todas estas maldiciones.» (versículos 1-2, 15).
Hoy en día es lo mismo. A pesar de que como creyentes hemos sido redimidos de la maldición de la ley por la fe en Jesús, la maldición todavía está ahí afuera, y caminaremos hacia ella si desobedecemos los mandamientos de Dios. ¿Exactamente cuáles son esos mandamientos? Bajo el Nuevo Pacto: «este es su mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a otros.» (1 Juan 3:23).
Como creyentes, en el momento que nos salimos del amor, damos un paso hacia el pecado. Nos metemos en territorio enemigo, donde el diablo puede lastimarnos. Sin embargo, al decirle no al pecado, podemos mantenernos por fuera de su territorio. Podemos vivir continuamente en el lugar protegido del amor, y cuando estamos en ese lugar, el diablo no puede tocarnos.
Primera de Juan 5:18 nos lo confirma. Dice así: «Sabemos que todo aquel que ha nacido de Dios, no practica el pecado, pues Aquel que fue engendrado por Dios lo protege, y el maligno no lo toca». Ya que «Dios es amor.» (1 Juan 4:8) ese versículo también puede leerse así: «Sabemos que todo aquel que ha nacido del Amor, no practica el pecado, pues Aquel que fue engendrado por el Amor lo protege (el Amor), y el maligno no lo toca.»
Por supuesto, eso no significa que nunca te equivocarás. Significa que, en el momento en el que lo haces, puedes rápidamente confesar ese pecado y recibir perdón por medio de la fe. Puedes ser rápido para dejar que la gracia haga su obra en ti y volver a ser amoroso con todo el mundo y no permitir que nada te moleste.
Si quieres ser intocable para el diablo, no puedes darte el lujo de estar peleando con nadie.
No puedes darte el lujo de enojarte cuando te estás alistando para ir a la iglesia. ¡Tan tonto como parece, algunos cristianos lo hacen!
Se levantan el domingo en la mañana, pasan tiempo orando en el espíritu y disfrutando de la presencia del SEÑOR y luego, porque no logran que su pelo luzca de la manera deseada, se enojan con su esposa. Luego, ella les responde. Terminan desgarrándose el uno al otro y, después de haber orado hasta llegar a un lugar donde el SEÑOR podría haberse movido a través de ellos en el servicio de la iglesia, se deshicieron de la unción ¡todo a causa de un peinado!
Mi amigo, eso no vale la pena. Así es como Satanás se sale con la suya con asesinatos, así que no vayas por ese camino. Arrepiéntete al instante que te des cuenta de que estás yendo en esa dirección.
“Pero, hermano Copeland, me siento terrible. ¡Me he tenido que arrepentir por el mismo pecadito unas 15 veces!”
¿Qué importa? Sigue adelante y que sean 16 veces. Simplemente comienza en ese lugar. Deja de llorar por eso, y di: “Señor, pequé. Me juzgo por eso y estoy aquí delante de ti en el Nombre del SEÑOR Jesucristo para confesar el pecado, recibo tu perdón y soy limpio de toda maldad.”
Después de hacerlo, si la vieja carne todavía quiere sentirse mal, ordénale callarse. Ora en lenguas y alaba al Señor hasta que hayas sacado con oración todos esos sentimientos de tristeza y de ser un perdedor de tu vida. Cree en el amor de Dios y dile al diablo: “¡Sal de mi casa! Yo soy la justicia de Dios en Jesucristo. Él me ama; yo lo amo; y yo cumplo Sus mandamientos. ¡Yo camino en amor y el malvado no puede tocarme!”
Es posible que, por un tiempo, puedas estar llamando cosas que no son como si lo fueran. Pero si sigues haciéndolo, tus emociones y tu carne se alinearán con tu fe. En poco tiempo verás y te darás cuenta de que no solo te deshaces de ese pecado, sino que el desastre que causó en tu vida ha sido totalmente aniquilado. La gracia de Dios ha hecho las cosas tan bien que, es “Como si el pecado jamás hubiera sucedido”.