Una cosa que he aprendido acerca del Espíritu Santo, es que Él no molesta. Él no se mete en nuestras vidas, o iglesias y hace lo que le provoca. Si queremos que se mueva en medio de nosotros con poder, necesitamos reconocer Su ministerio y estar dispuestos a esperarlo.
Tenemos que invitarlo y darle lugar.
Él no solamente hace las cosas entre las 11 y las 12 del día de la mañana del domingo. No funciona de esa manera con Dios.
El Señor sabe lo que la gente realmente necesita, y lo que se requiere para dárselo. Así que, cuando Él nos ministra a través del Espíritu Santo (sea el domingo en la mañana o en otro momento), Él espera que seamos pacientes. En lugar de que siempre estemos a la carrera, Él espera que le permitamos terminar Su trabajo.
Una amiga de mucha oración me dijo que, por esa razón, tenemos que orar e interceder por el derramamiento espiritual que Dios tiene para nosotros, en este momento. No porque nosotros tengamos que convencer a Dios de dárnoslo. Si no, porque el Cuerpo de Cristo debe estar preparado para recibirlo. Debemos llegar a un lugar donde deseemos, más que cualquier otra cosa, que el Espíritu Santo se mueva en medio de nosotros.
Como el Señor se lo explicó a mi amiga, Si me estoy moviendo en un servicio y la gente empieza a incomodarse, si empiezan a pensar en ir a la cafetería antes de que se llene, o en irse a la casa a mirar las noticias de la tarde, esto entristece a Mi Espíritu Santo. Le pone límites y no puede moverse con libertad para hacer todo lo que quiere hacer.
Puede que te preguntes: “¿Qué es exactamente lo que el Espíritu Santo quiere hacer en este momento?”
Él quiere derramar el poder de Dios y la presencia manifiesta de la manera más grande que la Tierra alguna vez haya visto. Él quiere obrar señales y milagros en cantidades sin precedentes. Quiere derramarse sobre toda carne y llevar al Reino de Dios la cosecha de almas del final de los tiempos, la cual ha sido profetizada durante tantos años.
Estoy completamente convencida de que se hablará, por toda la eternidad, del avivamiento que el Señor a planeado para nosotros en estos últimos tiempos. Será recordado en los próximos siglos como—¡El más Grande! Será más maravilloso que cuando se abrió el Mar Rojo, y aún más magnifico que los eventos descritos en el libro de los Hechos.
Dios ha reservado lo mejor para el final—¡y nosotros tenemos la oportunidad de ser participes!
Sin embargo, para aprovechar esta oportunidad completamente, tenemos que aprender a mantener nuestra atención en las cosas de Dios y animar nuestros corazones para que lo deseemos más que a las cosas de este mundo. Tenemos que abrirle la puerta al Espíritu Santo, para que tenga libertad total entre nosotros, tratándolo con la mayor reverencia.
En nuestra generación, a veces olvidamos la importancia de la reverencia. Pensamos en Dios únicamente, en términos muy familiares, como nuestro Padre celestial. Nos especializamos en el hecho de que somos Sus hijos y que Él nos ama muchísimo. Aunque esto es totalmente cierto, necesitamos recordar que nuestro Padre celestial, también es El Dios Todo Poderoso. Él gran Yo Soy, y deberíamos acercarnos a Él con honor y un gran respeto reverencial.
Caminando en el temor del Señor
Frecuentemente la Biblia se refiere a esta clase de respeto reverencial, como: “el temor del Señor”. ¡En realidad esa frase es maravillosa! Cuando es entendida de manera apropiada, no lleva consigo una connotación negativa. No significa que tenemos que estar asustados de Dios. Simplemente significa que debes estimarlo tanto, que siempre lo pones en primer lugar y te sometes a Él, por encima de todas las cosas.
Cuando combinas el temor del Señor con la fe en Su Palabra, el Espíritu Santo puede obrar poderosamente en tu vida. Se puede mover en ti, por ti y a través de ti, en maneras maravillosas y sobrenaturales.
El libro de Proverbios incluso conecta el temor del Señor, con la sanidad divina. Proverbios 3:5-8 dice: «Confía en el Señor de todo corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia. Reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus sendas. No seas sabio en tu propia opinión; teme al Señor y apártate del mal. Él será la medicina de tu cuerpo; ¡infundirá alivio a tus huesos».
A pesar de que esos versículos se aplican personalmente a cada uno de nosotros, también pueden aplicarse al Cuerpo de Cristo como un todo. En reuniones y servicios de la iglesia, cuando nos reunimos como grupo, nos convertimos en la “habitación de Dios” (Efesios 2:22). Le proporcionamos a Dios un lugar en el que no sólo puede habitar y obrar en nuestro interior, sino también entre nosotros.
Por ejemplo, durante la convención de creyentes, cuando la gente se reúne para la Escuela de Sanidad, en cada servicio el Espíritu Santo se mueve y la gente se sana.
Después, siempre escuchamos testimonios de que habían estado luchando con esa enfermedad durante varios años. Por alguna razón, en la soledad de sus casas, no podían alcanzar el rompimiento. Sin embargo, durante la reunión, la Palabra que escuchan predicar y la fe colectiva de sus compañeros creyentes, abrió la puerta para que el Espíritu Santo obrara en ellos ¡y pudieron recibir su milagro!
Estoy convencida de que veríamos más de esos milagros, si le diéramos lugar por completo al Espíritu Santo. Sin embargo, algunas veces no lo hacemos. Algunas veces lo obstaculizamos, porque mientras se está moviendo, especialmente cuando el servicio se alarga, la gente en la congregación permite que su carne los distraiga y empiezan a pensar en el almuerzo, o cualquier otra cosa. Algunos de ellos se levantan de la silla y van a comprar algo que comer, y regresan trayendo un perro caliente y un refresco, como si estuvieran en un evento deportivo.
¡Dios los Bendiga! No los estoy criticando; tan solo digo que esto me deja ver que tenemos un problema en el Cuerpo de Cristo. No todo el mundo se da cuenta de que, a pesar de que se supone que tengamos un momento agradable cuando nos reunimos, las convenciones y los servicios no son solo para entretenernos. Son asambleas sagradas donde honramos a Dios y participamos con Él mientras Él lleva a cabo Su plan y propósito en la vida de las personas. Estas son reuniones que se supone deben estar marcadas por un sentir colectivo del temor reverencial por el Señor.
“Pero, Gloria”, podrías decir, “siempre pensé que el temor del Señor era un concepto del Antiguo Testamento. ¿Realmente, aplica a nosotros los creyentes del Nuevo Testamento?”
¡Absolutamente! No solo aplica a nosotros, sino que deberíamos ser reconocidos porque lo tenemos. Deberíamos ser como los creyentes de la iglesia primitiva. Hechos 9:31 dice que ellos: «vivían en paz y eran edificadas en el temor del Señor, y su número iba en aumento por la fuerza del Espíritu Santo».
Nota que, de acuerdo a ese versículo, en la época del Nuevo Testamento el poder del Espíritu Santo y el temor del Señor trabajaban juntos. Obraban mano a mano. Por lo tanto, si nosotros queremos experimentar un incremento en la medida del poder y el consuelo sobrenatural del Espíritu Santo, debemos asegurarnos de que estamos caminando reverenciando al Señor.
Podrías preguntarte cómo es que cultivamos esa clase de reverencia. ¿Cómo vencemos la tendencia de la carne a distraernos? ¿Cómo disciplinamos nuestro cuerpo físico, para que cuando estamos orando, ya sea una hora en la casa o en una reunión con otros creyentes en la iglesia, le podamos dar a Dios la honra y atención completa que se merece?
Una forma en la que lo hacemos, es practicando.
Un incómodo dilema
Nuestro cuerpo físico se entrena con la práctica. Está naturalmente programado para desarrollar hábitos, como resultado de tareas repetitivas. Piensa en cómo eras antes de nacer de nuevo, y entenderás de lo que hablo. Como no creyente, tenías la costumbre de pecar. No tenías que esforzarte mucho para hacerlo. Podías pecar, aun sin pensarlo, porque lo habías practicado toda tu vida. Te habías desarrollado en hacerlo.
Cuando pusiste tu fe en Jesús, a pesar de que tu espíritu inmediatamente se convirtió en una nueva creación, tu cuerpo no lo hizo. Éste todavía tenía las mismas malas costumbres que practicabas cuando no eras salvo. Como resultado, en los comienzos de tu vida cristiana, mientras tu corazón buscaba las cosas de Dios, tu carne te llamaba en la dirección contraria.
¡Esa es una manera muy incómoda de vivir! Cuando nosotros nacimos de nuevo, esto se convirtió en un verdadero dilema para todos nosotros como creyentes. Sin embargo, la Palabra de Dios nos proporciona la solución. Dice: «Vivan según el Espíritu, y no satisfagan los deseos de la carne» (Gálatas 5:16).
Cuando practicamos caminar en el espíritu, hacemos que esté a nuestro favor la manera en la que nuestro cuerpo forma hábitos. Al pasar tiempo todos los días en comunión con Dios, orando y alimentándonos de Su Palabra y haciendo lo que Él dice, entrenamos nuevamente nuestra carne. Ponemos nuestro cuerpo físico bajo sujeción y desarrollamos costumbres nuevas que reflejan la justicia que está en nuestro espíritu renacido.
¡Como creyentes estamos diseñados a operar de esta manera! Esta es la razón por la que Dios nos entregó el Nuevo Pacto. Como Romanos 8:4-5 dice:
«Para que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros, que no vivimos y no nos movemos y seguimos los pasos de nuestra carne, sino los del Espíritu [nuestra vida no es gobernada por los criterios y lo que dicta la carne, sino controlados por el Espíritu Santo]. Porque los que siguen los pasos de la carne, fijan su atención en lo que es de la carne, pero los que son del Espíritu, fijan su mente y buscan las cosas que gratifican al Espíritu [Santo]» (Edición Clásica de la Biblia Amplificada).
Para dejarlo en claro, esos versículos no dicen que llegamos a un momento espiritual en que no tendremos que lidiar más con la carne. No; mientras vivamos en la Tierra, tendremos que continuar practicando poner las cosas espirituales en primer lugar. De lo contrario, volveremos a poner nuestra atención en las cosas naturales y los deseos de la carne y perderemos parte de nuestra sed de Dios.
Jamás olvidaré el momento en 1977 en el que me di cuenta de que eso me había sucedido. En ese momento, estaba escuchando una profecía dada por Kenneth E. Hagin. Él profetizaba acerca de los creyentes de los últimos tiempos que marcharían en el mundo, como un gran ejercito espiritual, haciendo las obras de Jesús.
Él dijo: “Tu puedes ser parte de ese ejército si deseas, así que proponte en tu corazón que no serás perezoso y no retrocederás. Proponte en tu corazón, que te levantarás y marcharás, hacia delante y estarás en fuego”.
Cuando escuché esas palabras, me di cuenta acerca de algo sobre mí, que no había notado. ¡Después de 10 años de ministerio, no estaba en fuego por el Señor, como lo había estado una vez!
En 1967, cuando Ken y yo empezamos a aprender acerca de la fe y la integridad de la Palabra de Dios, tenía tanta hambre, espiritualmente hablando, que las cosas de Dios habían absolutamente consumido mi pensamiento y mi vida. No prestaba atención a nada más. En parte, porque en ese momento, estábamos en una situación tan desesperada—quebrados y atrapados en una montaña de deudas—así que vi que solamente Dios era mi esperanza. Por lo tanto, además de cuidar a mis niños y hacer mis tareas en la casa, yo pasaba mi tiempo con Él en la Palabra.
Sin embargo, en 1977, Ken y yo habíamos crecido un poco en el Señor y nuestra situación había cambiado. Estábamos bendecidos, libres de deudas y prosperando. Ocupados con los asuntos del ministerio y la vida en general, las cosas naturales habían empezado a absorber considerablemente mi atención. Como resultado, mi pasión por las cosas del Señor se había enfriado. A pesar de que todavía ponía la Palabra de Dios en mi corazón todos los días, lo hacía por disciplina y no porque lo deseara.
Ese día, mientras escuchaba al hermano Hagin, decidí cambiar. Me propuse, en el corazón que haría lo que él decía y nuevamente estaría en fuego espiritualmente. Hice el compromiso de darle menos de mi tiempo a las otras cosas que había estado haciendo—cosas que a pesar de que no eran malas, habían empezado a ocupar un lugar demasiado importante en mi vida—y le prestaría más atención a la oración y la Palabra de Dios.
Obviamente, ¡no mucho tiempo después, mi hambre por las cosas de Dios empezó a regresar!
Mi deseo por Él aumentó. Mi pasión por el mover del Espíritu regresó. ¿Por qué? Porque es un principio: nuestros deseos siguen nuestra atención. Mientras más atendemos las cosas de la carne, más deseamos seguir la carne. Mientras más atendemos a las cosas de Dios, más deseamos de todo corazón seguirlo.
Colosenses 3:1-2 dice: «Puesto que ustedes ya han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios. Pongan la mira en las cosas del cielo, y no en las de la tierra».
Esas son las órdenes del día de Dios para nosotros como creyentes—y son vitales para nosotros que estamos viviendo en el final de los últimos tiempos. Ya no tenemos tiempo, para saltar entre la carne y el espíritu. El derramamiento más grandioso que esta Tierra alguna vez haya visto, ya ha comenzado. Dios quiere revelar Su gloria a través de la iglesia, como nunca antes.
Así que invitémoslo a venir en medio de nosotros y permitámosle que lo haga. Démosle el primer lugar en nuestra vida y los servicios de nuestra iglesia. Reverenciémoslo por encima de todo, pongamos nuestra carne bajo sumisión, ¡y abrámosle la puerta de par en par al Espíritu Santo, para que haga todo lo que quiera hacer!