Cada creyente que conozco, tiene algún problema en la vida que quiere que Dios resuelva. Algunos de esos problemas son grandes y algunos pequeños, pero casi todo el mundo está lidiando con algo. Así son las cosas en este mundo caído. Aun para aquellos de nosotros que somos gente de fe, existen obstáculos por vencer. Siempre hay por delante una gran montaña que nos mira en forma amenazadora.
Cada vez que alguna se levanta, el diablo trata de usarla para desanimarnos. “Esta vez estás enfrentando lo imposible”, nos dice. “Esta vez este problema te vencerá. Sin importar cuánto trates de creerle a Dios, esta montaña no se moverá”.
Sin embargo, el diablo es un mentiroso.
La verdad es que nosotros podemos hablarle a la montaña por medio de la fe y decirle que se mueva, y ésta nos obedecerá (Marcos 11:23).
Como creyentes no tenemos que dejar al diablo—o a nuestras circunstancias personales—decidir lo que nos sucederá. Nosotros somos hijos del Dios Todopoderoso. Tenemos a nuestro favor a Aquel para el que «todo es posible» (Mateo 19:26) y Su poder es ilimitado. Él puede hacer lo sobrenatural y obrar milagros para los suyos. ¡No existe nada que sea muy difícil para Él!
No importa si es el cáncer, el divorcio o los problemas financieros. Dios puede arreglar cualquier cosa en tu vida. Él puede darle vuelta a la situación. Todo lo que Él necesita es que le des algo con qué trabajar—¡El espíritu de fe!
¿De qué se trata exactamente ese espíritu de fe?
Es el espíritu que nos hace a nosotros, como personas de Dios, “más que vencedores” en cada situación (Romanos 8:37). Es la actitud del corazón, a la cual Pablo se refirió cuando, en el medio de uno de los momentos más difíciles de su vida, escribió:
«Pero en ese mismo espíritu de fe, y de acuerdo a lo que está escrito: «Creí, y por lo tanto hablé», nosotros también creemos, y por lo tanto también hablamos. Por lo tanto, no nos desanimamos. Y aunque por fuera nos vamos desgastando, por dentro nos vamos renovando día a día. Porque estos sufrimientos insignificantes y momentáneos producen en nosotros una gloria cada vez más excelsa y eterna. Por eso, no nos fijamos en las cosas que se ven, sino en las que no se ven; porque las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas» (2 Corintios 4:13, 16-18).
¡Esa es la descripción perfecta de cómo funciona el espíritu de fe! No mira lo que está sucediendo en lo natural. No se focaliza en las cosas temporales, como las circunstancias, los síntomas o las condiciones terrenales. El espíritu de fe mira el rostro eterno de Dios. Mira Su Palabra que nunca cambia. En vez de escuchar lo que la montaña dice, el espíritu de fe le habla a la montaña y le dice lo que Dios dice. Le dice al cáncer: “¡Tú no puedes matarme! Estoy sano por las llagas de Jesús” (1 Pedro 2:24). Le dice a la pila de deudas y a esas cuentas sin pagar: “¡Mi Dios suplirá todo lo que me falte, conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús! ¡El Señor es mi pastor, nada me falta!” (Filipenses 4:19; Salmo 23:1).
En vez de permitir que las circunstancias tomen el control, el espíritu de fe hace que tomes autoridad sobre el ambiente a tu alrededor. Te saca de la cama en la mañana y te hace irte a dormir en la noche declarando la Palabra de Dios.
Cuando caminas en el espíritu de fe, las montañas en tu vida no pueden decir ni una palabra porque tú estás diciendo todo el día: “Montaña muévete, en el nombre de Jesús. Yo estoy bien. Soy próspero. Soy victorioso. ¡Soy coheredero con Jesús y camino en LA BENDICION de Dios! ¡Jesús me redimió de la maldición!”
Sé un fisiculturista de cuerpo espiritual
“Bueno, me gustaría tener esa clase de actitud”, podrías decir, “pero por alguna razón es muy difícil para mí. Aunque trato fuertemente de pensar y hablar positivamente, cuando las cosas van mal en mi vida, no logro hacerlo”.
Eso sucede porque el espíritu de fe es más que un pensamiento positivo. El espíritu de fe es una fuerza. Es una de las “fuentes de la vida” (Proverbios 4:23, La Biblia Amplificada, Edición Clásica) que fluyen de tu corazón, tu hombre interior.
Cuando pones la Palabra de Dios en tu corazón, la fuerza de la fe se acrecienta. Tu “hombre interior”, como Pablo dice, «se renueva cada día» (2 Corintios 4:16). Cuando descuidas poner la Palabra en tu corazón, sucede lo contario. La fuente que fluye de tu espíritu cada vez se pone más débil.
Piensa en cómo tu hombre físico funciona, y podrás entender lo que quiero decir. Cuando alimentas tu cuerpo regularmente con comida saludable, ésta produce fortaleza. Cuando fallas en alimentarlo y ejercitarlo, tus músculos disminuyen y no puedes hacer mucho.
Las personas que se dedican profesionalmente al fisicoculturismo, alimentan sus cuerpos con cantidades extraordinarias. Pueden comer una docena de huevos y 1,7 kg de carne en un día. ¿Por qué? Porque quieren desarrollar una fuerza extraordinaria y saben que (además de levantar pesas, por supuesto) eso es lo se requiere.
El mismo principio se aplica en gran mayoría en tu vida como creyente. Puedes tener una dieta de 800 calorías de la Palabra si lo deseas, y te deteriorarás hasta el punto en que espiritualmente no podrás hacer mucho. O puedes convertirte en un fisicoculturista espiritual al alimentarte de la Palabra de Dios todo el tiempo.
¡Jamás tendrás que preocuparte por la gula de la Palabra! Al contrario que la comida natural, puede ser consumida en cantidades masivas sin causar ningún efecto colateral negativo. Puedes ingerirla todo lo que quieras y tu espíritu continuará asimilándola. Tu hombre interior continuará haciéndose más fuerte cada día, y las palabras de tu boca continuarán haciéndose más valientes y llenas de confianza.
Recuerda: «la fe proviene del oír… la palabra de Dios» (Romanos 10:17) y las palabras de fe son las que mueven las montañas (Marcos 11:23). Si ingieres suficiente de la Palabra puedes mover tantas montañas como desees. No importa si son pequeñas o grandes, tendrán que hacer lo que tú digas. Mientras tengas fe en dos lugares—tu corazón y tu boca—si les dices a esas montañas que se muevan, lo harán.
Es posible que digas: “Pero yo no tengo esa clase de fe”.
¡Seguro que la tienes! Dios nos ha dado a todos «la medida de fe» (Romanos 12:3) en el momento que nacimos de nuevo. Así que tú tienes la misma medida de fe que otros creyentes tienen. Tú tienes la medida de fe de la clase de Dios.
Lo que hagas con esa medida de fe depende de ti. Puedes dejarla permanecer dormida, o puedes aumentarla. La decisión es tuya. Sin embargo, dependiendo de cuánta Palabra deposites en tu corazón y sobre la que actúes, será cuánto del espíritu de fe tendrás.
En lo personal, me gusta hacer depósitos muy grandes de la Palabra. Me gusta mantener la Palabra en mi interior en abundancia. De esa manera sé que no me faltará fe cuando me enfrente algún problema que parezca imposible. No me encontraré luchando para creerle a Dios porque estoy enfrentando una montaña que es más grande que la cantidad de Palabra que tengo en mi corazón.
¡No quiero estar en esa posición nunca! Jamás quiero tener que hacer espiritualmente lo que tuve que hacer naturalmente hace años cuando Ken y yo estábamos quebrados y cubiertos de deudas. En ese entonces teníamos tan poco dinero, que cuando iba a comprar el mercado, tenía que preguntarme cuándo podía comprar. Solía tener que orar en lenguas mientras caminaba por los pasillos y le creía a Dios que podría pagar lo que había puesto en el carrito del mercado.
¡Eso no es muy divertido! Es más divertido ir de compras al mercado con mucho dinero en el banco. Es mejor poder llenar el carrito sabiendo que cuando llegues a la caja puedes pagar la cuenta con facilidad.
¡Así es como quieres ser espiritualmente!
Quieres tener suficiente de la Palabra de Dios depositada en tu interior para pagar cualquier cuenta que el diablo trate de arrojarte. Quieres tener tu corazón y tu boca llena con tanta fe que sabes, por el poder de Dios, que puedes vencer ante cualquier problema, en cualquier momento.
Tal como Abraham y Caleb
Si quieres ver a alguien que caminó en esa clase de fe, lee en la Biblia acerca de Abraham. ¡Él es un ejemplo maravilloso! Él se mantuvo firme cuando enfrentó lo imposible y le creyó a Dios la promesa de que sus descendientes serían como la arena del mar y las estrellas en el cielo. Él se llamó a sí mismo el padre de muchas naciones cuando él y su esposa estaban viejos y arrugados, no tenían todavía hijos, y su esposa había sido estéril toda su vida.
¡A eso es lo que llamo yo enfrentar una montaña! En lo natural la situación de Abraham parecía totalmente sin esperanza. Aun así, él estaba tan confiado en que Dios cambiaría las cosas que llamó las cosas: «…que no existen, como si existieran. Además, su fe no flaqueó al considerar su cuerpo, que estaba ya como muerto (pues ya tenía casi cien años), o la esterilidad de la matriz de Sara. Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en la fe y dio gloria a Dios, plenamente convencido de que Dios era también poderoso para hacer todo lo que había prometido» (Romanos 4:17, 19-21).
Otras personas pudieron burlarse de la fe de Abraham, pero al final valió la pena. La montaña se movió y Dios hizo lo que había prometido. Él cambió la situación de esterilidad del cuerpo de Sara y renovó la juventud de ambos. Ellos tuvieron un bebé y sus descendientes se han multiplicado desde ese momento.
Si quieres ver otro ejemplo en las escrituras del espíritu de fe, lee acerca de la vida de Caleb, uno de los descendientes de Abraham. Él estaba entre los 12 israelitas que Moisés envió a espiar la Tierra Prometida. Probablemente recuerdas la historia.
Caleb regresó a Canaán con los otros espías y le dio al pueblo de Israel las buenas y malas noticias. Las buenas noticias eran que en la tierra que Dios había prometido fluían la leche y la miel. ¡Era una tierra tan fértil que las uvas eran tan grandes, que un racimo de uvas tenía que ser cargado en un palo por dos personas! Las malas noticias eran que estaba fortificada por ciudades con muros y era habitada por enemigos poderosos—los amalecitas, los heteos, los jebuseos y los amorreos.
Así es como son las cosas, siempre. Cuando se trata de recibir el cumplimiento de la promesa, siempre hay enemigos dispuestos en contra nuestra. Siempre existen “esos” de alguna clase tratando de mantenernos por fuera de nuestra tierra. Cuando luchamos en contra de ellos, debemos escoger si lo hacemos en fe o con incredulidad. Diez de los israelitas escogieron la última. Decidieron que los gigantes de Canaán eran demasiado grandes para ser vencidos. Ellos dijeron: «No podemos atacar a ese pueblo, porque ellos son más fuertes que nosotros» «Ante ellos, a nosotros nos parecía que éramos como langostas; y a ellos también así les parecíamos».
Caleb pidió al pueblo que se callara delante de Moisés, y dijo:
«Subamos, pues, y tomemos posesión de esa tierra, porque nosotros podremos más que ellos. Así que no se rebelen contra el Señor, ni tengan miedo de la gente de esa tierra. ¡Nosotros nos los comeremos como si fueran pan! No les tengan miedo, que el Dios que los protege se ha apartado de ellos, y con nosotros está el Señor» (Numeros13:30, 14:9).
Moisés y Josué estuvieron de acuerdo con Caleb. Pero no fue así con el resto de los israelitas. Ellos continuaron mirando las cosas en lo natural. Se quedaron presos de la incredulidad, y Dios tuvo que enviarlos al desierto y les dijo: «ninguno de los que vieron mi gloria y las señales que hice en Egipto y en el desierto… y no han querido obedecerme, llegará a ver la tierra que les prometí a sus padres… Sólo a mi siervo Caleb lo llevaré a la tierra donde él entró. A él y a su descendencia les daré posesión de la tierra, porque en él hay otro espíritu y porque ha decidido seguirme» (versículos 14:22-24).
Por supuesto, 45 años más tarde, lo que Dios había dicho sobre Caleb, pasó. Él entró en la Tierra Prometida con una nueva generación de israelitas, aun creyendo en Dios y diciendo: «pero aún me siento tan fuerte como el día en que Moisés me envió a reconocer la tierra… Por lo tanto, te pido que me des este monte, del cual habló el Señor aquel día. Tú eres testigo. Aquí viven los anaquitas, y tienen grandes ciudades fortificadas; pero con la ayuda del Señor puedo vencerlos y echarlos de estas tierras. Entonces Josué bendijo a Caleb hijo de Yefune, el quenizita, y como herencia le dio Hebrón» (Joshua 14:11-13).
¡Piénsalo! después de una espera de 45 años, Caleb todavía seguía hablando con el mismo espíritu de fe. Él aun creía que Dios cambiaría las cosas en su vida. Como resultado, a los 85 años estaba derrotando gigantes y conquistando montañas.
Si Caleb pudo hacer eso, nosotros también podemos. Así que sigamos su ejemplo. Llenemos nuestro corazón y nuestra boca con la Palabra y tomemos cualquier montaña que podamos enfrentar. Digámosle a la montaña. “¡Muévete!” y creámosle al Dios de los milagros que haga lo imposible en nuestra vida.
EXCELENTE ARTICULO, ME HA AYUDADO MUCHO. DIOS LES BENDIGA