Hace años, una señora que nos había escuchado predicar acerca de la sanidad divina, nos escribió muy perpleja. “Si sigo recibiendo sanidad, ¿cómo voy a morirme?”, nos preguntó.
Tengo que admitir que nos reímos un poco de la pregunta, pero en realidad era muy buena. Todos los creyentes debemos ser capaces de responderla. Si queremos cruzar la línea de meta de esta vida victoriosamente, tal como Dios quiere que lo hagamos, necesitamos poder responderla: Cuando estemos listos para dejar esta tierra, ¿tendremos que enfermarnos para morir? Cuando llegue el momento de ir al cielo, ¿tendremos que dejar que alguna enfermedad nos expulse de nuestro cuerpo para partir?
No, gloria a Dios. ¡No será así!
De hecho, no deberíamos querer irnos de aquí de esa manera. No importa la edad que tengamos, debemos creer en Dios para que nos sane si lo necesitamos. Luego, una vez que estemos bien, podemos irnos al cielo.
Uno de mis padres en la fe, el Hermano Kenneth E. Hagin, solía contar acerca de una creyente anciana que él conocía que lo hizo. La conocían por el nombre Abuela Jethcoat. Siempre fue una maravillosa mujer cristiana, y en su vejez enfermó de un cáncer estomacal que la consumió hasta que los doctores dijeron que sólo le quedaban días de vida. Cuando el Hermano Hagin fue a orar por ella, inicialmente ella se resistió. “Soy lo suficientemente vieja para irme ahora,” le dijo. “Sólo déjenme morir.”
“¡No voy a hacerlo!”, replicó él. “Quiero que te sanes. Luego, si aún quieres morirte, puedes hacerlo.” Ella le dijo que estaba bien, y durante los meses siguientes él continuó visitándola y ministrándole La PALABRA de Dios. Efectivamente, ella sanó.
Varios años después, el Hermano Hagin pasó a verla otra vez y su hija le informó que ella no estaba en casa. Había ido a una reunión para predicar. “¿Cuántos años tiene ahora?”, preguntó el Hermano Hagin. “Ella tiene 90,” le respondió su hija, agregando que ella todavía manejaba y había manejado a la reunión por sí sola.
Cuando la Abuela Jethcoat finalmente decidió que había llegado el momento de su partida, lo hizo en sus propios términos. Dijo: “Me voy a casa”, luego se sentó y se fue.
Vi a mi querido amigo Morris Cerullo hacer algo muy parecido. Él era un poderoso evangelista y hombre de Dios, y hace algunos años contrajo un virus que le abrió una herida en la espinilla. Los médicos intentaron tratarla, pero siguió empeorando hasta que la situación llegó a ser extremadamente grave. En ese momento, yo estaba predicando en su reunión en San Diego, así que me llamó a su habitación para ministrarle según Santiago 5:14-15. «¿Hay entre ustedes algún enfermo? Que se llame a los ancianos de la iglesia, para que oren por él y lo unjan con aceite en el nombre del Señor. La oración de fe sanará al enfermo, y el Señor lo levantará de su lecho. Si acaso ha pecado, sus pecados le serán perdonados.»
Después de orar por el hermano Cerullo, de repente surgió en mi interior la pregunta: “¿Has terminado? ¿Es hora de que te vayas a casa?” Dada su edad y sus muchos años de fructífero ministerio, sabía que la respuesta podía ser afirmativa. Así que cuando me indicó que sí, le dije: “Deja que Jesús te sane. Entonces podrás irte al cielo si quieres.”
Aceptó, y tiempo después me envió una cinta de vídeo en la que aparecía delante de su avión. El vídeo se grabó una o dos semanas después de que oráramos juntos. La herida de su pierna se había sanado por completo y volvía al extranjero para predicar el Evangelio. Siguió adelante con buena salud haciendo lo que Dios le había llamado a hacer hasta que finalmente dijo: “¡He terminado! He terminado mi carrera y me voy.”
Su esposa y yo tratamos de convencerlo de que se quedara, pero él dijo que no y se fue a casa para estar con El SEÑOR. No murió porque estaba enfermo. El no murió en la mano de ese virus diabólico que había venido contra él. Murió de la misma manera que había recibido su sanidad de ese virus. Murió de la misma manera en que vivió: ¡por fe!
Lo más fácil que he hecho
“Pero hermano Copeland”, podrías decir, “la razón por la que el hermano Cerullo pudo hacer eso fue porque era un gran evangelista.”
No, la razón por la que pudo hacerlo es por lo que Jesús hizo.
Jesús venció el pecado, la enfermedad y la muerte de una vez por todas, y le entregó a todos los que creen en Él el derecho a caminar en Su victoria. Él llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestras dolencias; y por Sus llagas fuimos sanados, para que podamos vivir con salud todos los días de nuestra vida (Isaías 53:4; 1 Pedro 2:24).
No importa la edad que tengamos, no tenemos que dejar que nos domine la muerte en ninguna de sus formas, porque Jesús ya la ha vencido. Él «fue hecho un poco menor que los ángeles, está coronado de gloria y de honra, a causa de la muerte que sufrió. Dios, en Su bondad, quiso que Jesús experimentara la muerte para el bien de todos… para que por medio de la muerte destruyera al que tenía el dominio sobre la muerte, es decir, al diablo, y de esa manera librara a todos los que, por temor a la muerte, toda su vida habían estado sometidos a esclavitud». (Hebreos 2:9, 14-15).
Como creyentes, ¡ya no tenemos que temer a la muerte! No es justo ni piadoso que le temamos, porque Jesús “aniquiló” al diablo (tal como dice una traducción de la Biblia), quien antes tenía el poder de la muerte. El diablo ya no tiene ese poder. Jesús lo derrotó en el infierno. Luego, al resucitar de entre los muertos, Él anuló la muerte y sacó a la luz la vida y la inmortalidad por medio del evangelio (2 Timoteo 1:10, RVA-2015).
En realidad, si eres cristiano, ya has muerto. Tu viejo espíritu pecaminoso murió cuando recibiste a Jesús como tu SEÑOR y Salvador y, en ese instante, naciste de nuevo. El verdadero tú, tu espíritu, fue recreado a la imagen de Jesús, y Dios infundió en ti Su propia vida eterna para que nunca mueras de nuevo.
Eventualmente, si Jesús no regresa primero, tu cuerpo físico morirá. Decidirás que estás listo para ir al cielo, partirás y dejarás tu cuerpo rezagado. Pero tu cuerpo no es tu verdadero yo. Se trata tan solo de tu vestidura terrenal. Cuando te lo quites, caerá inanimado, no porque este enfermo y descompuesto, sino porque tú ya no estas en él para darle sustento.
Para aquellos de nosotros que conocemos al SEÑOR, morir es lo equivalente a quitarnos un abrigo viejo. Será lo más sencillo que tengamos que hacer. No sufrirás ninguna punzada de muerte porque Jesús ya las sufrió por ti. Él probó la muerte en tu lugar, así que, cuando partas de esta tierra, no experimentarás la muerte en absoluto. En cambio, tendrás la gloriosa experiencia de ir a encontrarte con Jesús. Porque, como dice 2 Corintios 5:8: «estar ausentes del cuerpo, y estar presentes delante del Señor» (RVA-2015).
Sin embargo, ese no será el final de la historia. Llegará el día en que Dios glorificará tu cuerpo físico. Porque, como escribió el apóstol Pablo en 1 Corintios 15, cuando Jesús venga a arrebatar a la Iglesia –sin importar si ya hayamos partido de esta Tierra o sigamos viviendo aquí—, «…seremos transformados en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, cuando suene la trompeta final. Pues la trompeta sonará, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Porque es necesario que lo corruptible se vista de incorrupción, y lo mortal se vista de inmortalidad. Y cuando esto, que es corruptible, se haya vestido de incorrupción, y esto, que es mortal, se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra escrita: «Devorada será la muerte por la victoria». ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria… ¡Pero gracias sean dadas a Dios, de que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo!» (versículos 51-57).
Personalmente, quiero ser uno de esos creyentes que aún viven en la tierra el día que suene la trompeta (y espero serlo), porque ese día llegará muy pronto. Jesús está a punto de venir por nosotros y yo quiero estar aquí cuando Él regrese. Como Gloria dice: “Quiero irme a lo grande,” cuando el Rapto suceda, y el poder de Dios glorifique nuestros cuerpos y nos levante.
Por supuesto, todos los que han nacido de nuevo también serán raptados. Los creyentes que ya han muerto resucitarán primero, y luego los que queden serán arrebatados con ellos para encontrarse con Jesús en el aire (1 Tesalonicenses 4:15-17). Pero, aun así, me gustaría estar aquí predicando cuando suceda. Me gustaría estar ministrando La PALABRA de Dios a una congregación de creyentes llenos de fuego cuando, de repente, escuchemos esa trompeta celestial y Jesús nos llame a subir.
Guau, ¡qué manera de partir!
La Receta de Dios para la Salud Divina
Sin embargo, incluso si Jesús no viene pronto y nos vamos al cielo antes de Su regreso, todos nosotros como creyentes podemos creer por una partida gloriosa. Todos podemos vivir una vida larga, fructífera y saludable y partir de aquí victoriosos.
¿Cómo podemos asegurarnos de que así sea?
El SEÑOR nos dice en Proverbios 4: «Hijo mío, presta atención a mis palabras» Él dice: «Inclina tu oído para escuchar mis razones. No las pierdas de vista; guárdalas en lo más profundo de tu corazón. Ellas son vida para quienes las hallan; son la medicina para todo su cuerpo» (versículos 20-22).
La palabra hebrea que aquí se traduce por medicina también puede traducirse por salud. Por eso llamo a estos versículos “la receta de Dios para la sanidad divina”. Pero, como cualquier otra receta, no te servirá de nada si la dejas en tu mesa de noche de adorno. Para que la medicina de la PALABRA de Dios se convierta en vida y salud, debes introducirla en tu ser. Debes prestarle atención al invertir tu tiempo y atención; someterte a ella (o estar de acuerdo con ella); mantenerla en tus oídos; y mantenerla ante tus ojos.
Una vez, inadvertidamente dejé escapar esta última instrucción. El diablo había atacado mi cuerpo con algunos síntomas alarmantes y, en vez de abrir mi Biblia y leerlos, simplemente empecé a declararlos. Cuando los síntomas no solo persistieron, sino que empeoraron, finalmente dije: “SEÑOR, yo sé que Tú no fallas, así que el problema debe estar en mí. ¿Dónde me estoy equivocando?”
Inmediatamente, Él habló a mi corazón en una voz tan alta que parecía casi audible. Él me recordó Proverbios 4:22 y dijo: estás citando todas tus escrituras de sanidad de memoria. La memoria de una papa nunca ha alimentado a nadie. Puedes recordar exactamente a qué sabe y cómo la disfrutaste pero, para que una papa te sustente, tienes que ingerirla.
Lo mismo sucede con la PALABRA. Para que nos alimente espiritualmente, debemos incluirla constantemente en nuestra dieta. Debemos ingerirla al mantenerla en nuestros oídos y no dejando que se aleje de nuestros ojos.
Una forma de mantener las escrituras sobre sanidad ante tus ojos es leyéndolas regularmente. Otra manera de hacerlo es viéndote a ti mismo a la luz de lo que dicen de ti. Lees los versículos que dicen que estás sanado y te visualizas sanado.
Tampoco lo haces sólo de vez en cuando. Transformas la prescripción de Dios para la salud divina en un estilo de vida. Como dice Proverbios 4:23: «Cuida tu corazón más que otra cosa, porque él es la fuente de la vida».
La palabra hebrea traducida como fuente también puede traducirse como fuerzas. La sanidad divina es una de las fuerzas de la vida, y no está fuera de ti, en algún lugar etéreo. No tienes que ir a otro lugar para obtenerla. Emana en tu corazón, lista para ser liberada por la fe en tu cuerpo físico.
“Hermano Copeland, ¿está diciendo que nunca debo ir al médico?”
Por supuesto que no. Doy gracias a Dios por los médicos. Lo que estoy diciendo es que el Gran Médico todavía atiende pacientes, y necesitas ir a Él primero porque Él puede hacer lo que la ciencia médica no puede. Por eso una vez un muy buen amigo mío que es médico me llamó después de que a su esposa le diagnosticaran un tumor cerebral. Estaba en el hospital y quería que orara por ella y la ungiera con aceite antes de que la operaran.
Cuando llegué, ya la estaban preparando para la operación. Oré y la ungí, y después de que se la llevaran, me senté con su marido en la sala de espera y oramos en lenguas. Cuando terminó la operación, el cirujano salió a hablar con nosotros con cara de preocupación. “Cuando ingresé con los instrumentos”, nos dijo, “encontré un valle en su cerebro que indicaba la existencia de un tumor, pero el tumor en sí había desaparecido.”
¡La medicina de Dios funciona! No importa la edad que tengas. Funcionará para ti a los 30 o los 90 años. Sin embargo, no esperes a tener 90 años para empezar a tomarla. Empieza ahora mismo. Comienza a vivir conforme la prescripción de Dios para la salud divina y apégate a ella.
Te añadirá «largura de días y años de una vida [digna de ser vivida] y tranquilidad [interior y exterior y continuando a través de la vejez hasta la muerte]» (Proverbios 3:2, Biblia Amplificada, Edición Clásica). Te permitirá vivir por fe en esta tierra hasta que hayas terminado tu carrera y luego partir hacia el cielo gritando: «Devorada será la muerte por la victoria». ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?… ¡Pero gracias sean dadas a Dios, de que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo! (1 Corintios 15:54-57). V