Hay acontecimientos importantes que marcan la vida dejando un rastro de huellas perdurables. Cuando nos detenemos a pensar en ellos, solemos recordar con precisión dónde estábamos y qué sucedía a nuestro alrededor: por ejemplo, cuando le propusiste matrimonio a tu novia, te enteraste que tendrías un hijo, cuando naciste de nuevo o fuiste lleno del Espíritu Santo.
En mi caso, uno de esos acontecimientos transformadores fue el instante en que el pacto comenzó a tener sentido para mí. Cuando era un joven predicador, me encontraba volando en una de las aerolíneas hacia unas reuniones en Houston. Después de embarcar, me acomodé en mi asiento y saqué un pequeño libro de E.W. Kenyon titulado El Pacto de Sangre.
El libro me llamó la atención porque hacía tiempo que me interesaban los pactos de sangre. Había crecido con una conciencia muy clara de mi herencia indígena, y estaba familiarizado con las prácticas, tradiciones y el simbolismo que históricamente la acompañaban, particularmente en los Estados Unidos. También era consciente desde hacía semanas de que había algo sobre los pactos que aún desconocía. Dios estaba tratando de llamarme la atención al respecto, y sentía que había algo en este libro que aun necesitaba comprender.
Cuando el vuelo se puso en marcha, empecé con mi lectura. Leí acerca de cómo Dios había instituido la práctica del pacto. Leí sobre Su pacto con Abraham. Al leer cómo, a través de ese pacto, todo lo que Dios poseía le pertenecía a Abraham y todo lo que Abraham poseía le pertenecía a Él, ¡comencé a captarlo! En el pacto de Dios con Abraham, Dios prometió hacer cualquier cosa por él. Prometió engrandecer a Abraham, enriquecerlo, ser su Dios, cuidarlo, protegerlo y darle tierra por posesión.
A continuación, en el libro del Dr. Kenyon me encontré con Gálatas 3:29: «Y si ustedes son de Cristo, ciertamente son linaje de Abraham y, según la promesa, herederos».
Jamás olvidaré ese instante. Estábamos a una altitud de crucero, en algún punto entre Dallas y Houston. Lo recuerdo porque fue como si se disipara la niebla o se despejaran las nubes, y vi con claridad la realidad de mi compromiso con Jesús y mi recorrido de fe.
¡Ese instante transformó mi vida! Incluso durante mis primeros cinco o seis años de cristiano, no sabía casi nada acerca de la Biblia. Sin embargo, observarla a través de la lente del pacto de Sangre la volvía menos misteriosa.
Por primera vez en mi vida, logré visualizarme a mí mismo en El LIBRO. ¡Me veía a mí mismo en la Biblia! De repente, este maravilloso y antiguo LIBRO había cobrado vida: era mi historia. Era mi vida, mi conexión, mi acuerdo, mi arreglo con Dios. Acababa de leer que todo lo que le pertenecía a Dios era de Abraham, y lo que le pertenecía a Abraham era ahora también mío. Y, conforme lo veía, ¡Dios le había prometido a Abraham absolutamente todo!
Sentado en aquel asiento en la parte delantera del avión, la revelación y la realidad del pacto explotaron en mi interior. Debes comprender que, hasta que mi padre en la Fe, Oral Roberts, eventualmente me enseñara lo correcto, por años había escuchado la misma mentira que la mayoría de los predicadores pregonaban: teníamos que ser pobres, y especialmente si éramos predicadores. Así que, le dije al SEÑOR que necesitaba más escrituras que cubrieran el tema. Y por supuesto, me las dejó ver:
«Cristo nos redimió de la maldición de la ley, y por nosotros se hizo maldición (porque está escrito: «Maldito todo el que es colgado en un madero»)» (Gálatas 3:13).
¡Así de rápido salió corriendo la pobreza por la puerta!
«Para que en Cristo Jesús la BENDICIÓN de Abraham alcanzara a los no judíos, a fin de que por la fe recibiéramos la promesa del Espíritu» (versículo 14).
¡Así de rápido la prosperidad llegó para reemplazarla!
Con la ayuda del librito del Dr. Kenyon, empecé a descubrir aquel día que todo el Nuevo Testamento (Pacto) no era más que un pacto. Tampoco logré evitar pensar en TODAS las mentiras que como creyentes se nos habían dicho –y quizás creído y vivido por demasiado tiempo— tan solo porque no se nos había enseñado, o desconocíamos, acerca del pacto. ¡Nunca más volvería a creer tales mentiras! Al igual que Sir Henry Stanley, había recibido una revelación del pacto, junto con una sensación de nueva identidad y un nivel de poder y autoridad equivalentes a la de un rey.
Cuando aterrizamos en Houston aquel día, yo era un hombre nuevo: ¡era un hombre del pacto!
La historia de amor entre Dios y la humanidad
Todo estudio y comprensión de los Pactos de Sangre de Dios debe comenzar, y finalizar, con una revelación de dos cosas: El glorioso Amor de Dios por la humanidad y el poder de Su PALABRA. Como hemos visto, el Amor es la fuerza motriz de todo lo que Dios dice y hace. Es el núcleo de Su esencia. Él es: «el Dios fiel que cumple con su pacto y su misericordia con aquellos que lo aman y cumplen sus mandamientos, hasta mil generaciones» (Deuteronomio 7:9).
Para la mente humana, el Amor de Dios por nosotros es, en sí mismo, una contradicción. Dado que todos hemos pecado y, en consecuencia, fuimos destituidos de Su gloria, Su Amor por nosotros es casi inconcebible. Sin embargo, veremos a lo largo de este estudio del pacto, que Su tenaz, incondicional y eterna compasión y misericordia son la esencia de Su propio ser.
El apóstol Juan, que se llamaba a sí mismo el discípulo que Jesús amaba y en quien Jesús confiara a su propia madre, resumió esta revelación con estas tres breves palabras: «Dios es Amor» (1 Juan 4:8).
El Amor de Dios ha sido el motivo y la fuerza motriz de todos Sus pactos.
En el principio, Dios –el BENDITO— creó los cielos y la tierra e inició el pacto del Edén al liberar la BENDICIÓN en y sobre Su hombre y Su mujer, coronándolos con Su gloria y honor. Y, en el proceso de pronunciar dicha BENDICIÓN como parte de su destino y de su propio ser, estableció este pacto del Edén, así como Su propósito para la humanidad y la totalidad de la creación. El pacto del Edén al que me refiero se encuentra en Isaías 51:1-4, restaurando nuestras vidas al Jardín. Dice así:
«Escúchenme ustedes, los que me buscan y van en pos de la justicia. Miren la piedra de donde ustedes fueron cortados; el hueco de la cantera de donde fueron sacados. Miren a Abraham, su padre; miren a Sara, la mujer que los dio a luz. Cuando él era uno solo, yo lo llamé, lo BENDIJE y lo multipliqué. Yo, el SEÑOR, consolaré a Sión; consolaré todos sus páramos. Haré de su desierto un paraíso, de su soledad un huerto mío, y en ella habrá gozo y alegría; alabanzas y voces de canto.» Pueblo mío, ¡préstame atención! Nación mía, ¡escúchame! De mí saldrá la ley; mi justicia será la luz de los pueblos.
Esos versículos están dirigidos a la simiente de Abraham y, tal como acabamos de ver, los creyentes somos simiente de Abraham. La palabra Sión también se aplica a nosotros porque en Hebreos se usa para referirse al Cuerpo de Cristo. Hemos heredado el pacto del Edén. Por Fe en Dios, la totalidad del Jardín del Edén se encuentra a nuestra disposición.
Eso significa que, cuando leemos acerca de cómo Dios creó el universo y preparó el Jardín, estamos leyendo acerca de cómo Él lo preparó para nosotros. Somos testigos del poder y del Amor que respaldan nuestro pacto con Dios.
Medítalo: El Amor Mismo creó todo el universo. El Amor –nuestro Padre celestial— lo hizo en su totalidad para que fuera un lugar maravilloso donde Su amada familia pudiera vivir y disfrutar en comunión con Él. Además, no usó un material cualquiera, sino una parte de Sí Mismo.
El mismo apóstol que dijo que Dios es Amor también escribió: «Dios es luz» (1 Juan 1:5), y Dios utilizó la luz como fundamento de nuestro hogar. Su amor por nosotros es tan grande que Él Mismo plasmó Su propia esencia en el núcleo de este mundo físico y natural en el que vivimos. Él mismo se convirtió en la piedra angular de toda la creación.
Dijo: «¡Que haya luz!» y hubo luz (y aún la hay). Explotó en el espacio a la velocidad de 300.000 kilómetros por segundo y nunca se ha detenido. En solo 24 horas, iluminó unos 145.120 millones de kilómetros de un universo que la propia ciencia confirma sigue en expansión hoy en día.
¡Así de poderosa es la PALABRA de Dios! Una orden eterna de Dios engendró la totalidad de la creación. Sólo dos de Sus palabras, llenas de amor e infundidas de luz, liberaron la envoltura luminosa en la que nuestro enorme universo sería establecido.
Hasta el día de hoy, las palabras de Dios siguen portando esta fuerza poderosa, energizante y vivificante que llamamos luz.
Por eso el pacto del Edén, a pesar de toda oposición que intentara acabarlo, sigue en existencia. Las palabras llenas de fe de Dios, una vez pronunciadas, permanecen para siempre porque Dios y Su PALABRA son Uno. Como dice Juan 1:
En el principio ya existía la Palabra. La Palabra estaba con Dios, y Dios mismo era la Palabra. La Palabra estaba en el principio con Dios. Por ella fueron hechas todas las cosas. Sin ella nada fue hecho de lo que ha sido hecho. En ella estaba la vida, y la vida era la luz de la humanidad. La luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no prevalecieron contra ella. (versículos 1-5).
Presta atención: esos versículos se refieren a La PALABRA, no como algo, sino como Alguien. ¿Quién? Jesús. Jesús es la Luz del mundo (Juan 8:12). Él es la imagen expresa del Padre (Colosenses 1:15). Él es La PALABRA hecha carne (Juan 1:14) y por Él y para Él fueron creadas todas las cosas (Hebreos 1:2, 10).
Esa es la historia de la creación de nuestro hogar: Dios, el Padre (el Creador eterno), le dio palabras de Su poder a Su Hijo, Jesús. Luego Jesús, Dios Hijo (la PALABRA eterna) le dio expresión a esas palabras. Entonces Dios, el Espíritu Santo (el Poder eterno), ejecutó esas palabras declaradas y las manifestó.
Al hacerlo, instantáneamente la energía luminosa de Dios se convirtió en materia física. La sustancia espiritual y la sustancia material fluyeron en conjunto. La luz de la bondad y misericordia de Dios expresada a través de Sus palabras liberó una expresión de Su gloria que enmarcó los mundos. Y el poder eterno de Su PALABRA sigue manteniendo ese todo en perfecta unión hasta el día de hoy (versículos 2-3).
La obra suprema de Dios
La gloria suprema de la creación de Dios sería, sin duda, su preciosa familia. Así que, una vez finalizado el hogar que había preparado para nosotros:
Entonces dijo Dios: «¡Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza! ¡Que domine en toda la tierra sobre los peces del mar, sobre las aves de los cielos y las bestias, y sobre todo animal que repta sobre la tierra!» Y Dios creó al hombre a su imagen. Lo creó a imagen de Dios. Hombre y mujer los creó. Y los BENDIJO Dios con estas palabras: «¡Reprodúzcanse, multiplíquense, y llenen la tierra! ¡Domínenla! ¡Sean los señores de los peces del mar, de las aves de los cielos, y de todos los seres que reptan sobre la tierra!» (Génesis 1:26-28).
Cuando hablamos de que Dios hizo al hombre a Su semejanza, no estamos hablando del tipo de semejanza que vemos entre las personas en lo natural. No estamos hablando de cuando toda la familia se reúne y la tía Fulana mira a uno de los niños y exclama: “¿No se parece a su papá? … ¿No es la viva imagen de su madre?”
No, aquí estamos hablando del Dios Altísimo. Estamos hablando del eterno presente, pasado y futuro “YO SOY”, el Uno y Trino (Padre, Hijo y Espíritu Santo), en Quien, por Quien, y a través de Quien todas las cosas fueron creadas. El Eterno, Elohim, creó al hombre exactamente como Él Mismo.
En esencia, Él dijo: “¡Que el hombre gobierne como Nosotros gobernamos, BENDIGA como Nosotros BENDECIMOS, se multiplique como Nosotros multiplicamos, sea fructífero como Nosotros somos fructíferos, llene como Nosotros llenamos, someta como Nosotros sometemos, dé como Nosotros damos, posea como Nosotros poseemos!” Y así, le infundió vida al ser humano.
Así como Dios creó la multitud de los ejércitos celestiales «por el soplo de su boca» (Salmo 33:6, RVA-2015), con Sus poderosas palabras de Fe y dominio Dios insufló en el hombre el mismo Espíritu y poder de Su propia vida y ser eternos. Le confirió el mismo poder y autoridad en el reino terrenal que Dios Mismo tiene en el reino espiritual.
Un día mientras estudiaba acerca del tema, El SEÑOR me dio una visión del Padre creando a Adán. Vi un cuerpo sin vida y grisáceo que Dios había formado del polvo de la tierra. El SEÑOR sostenía el cuerpo por los hombros. Colgaba allí, inanimado, pero era exactamente del mismo tamaño y la imagen exacta del Padre, Hijo y Espíritu Santo. El cuerpo sin vida era una copia idéntica del Padre como lo era Jesús. ¡Adán era una copia exacta de Jesús!
Mientras observaba, Dios pronunció las palabras eternas de vida en ese cuerpo inanimado (Daniel 12:2), alineando nariz-con-nariz y boca-con-boca. Cuando el aliento y el Espíritu de Dios fluyeron a sus fosas nasales, ese cuerpo perfectamente formado fue inundado con la gloria, el poder y la fuerza vital de Dios Mismo, y ese cuerpo inanimado cobró vida. Lo que vi en esa visión concuerda con Génesis 2:7: «Entonces, del polvo de la tierra Dios el Señor formó al hombre, e infundió en su nariz aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser con vida.»
Los sabios judíos que comentan la creación del hombre señalan que, aunque los animales también fueron creados como almas vivientes, sólo el hombre recibió el don del habla articulada. Sólo el hombre fue hecho un “espíritu parlante” como Dios. El don del habla, perteneciente a la realeza, fue la herramienta de dominio definitiva con la que Dios dotó a Sus hijos e hijas.
Habiendo usado Sus palabras –los contenedores de poder de Su Fe— para liberar Su vida y poder en la tierra, equipó a Su familia con la habilidad de hacer exactamente lo mismo. Nos autorizó a poner en marcha el destino de nuestro propio entorno (este planeta) con palabras llenas de Fe. Así que, al igual que nuestro Padre celestial: «Pero en ese mismo espíritu de fe, y de acuerdo a lo que está escrito: «Creí, y por lo tanto hablé», nosotros también creemos, y por lo tanto también hablamos» (2 Corintios 4:13). V