A lo largo de los años, he descubierto que un error común entre los creyentes cuando oran es que ellos son los que hablan. Pasan todo su tiempo de oración hablándole a Dios acerca de cualquier problema que estén enfrentando… y listo. Luego dicen “Amén”, sin dedicar tiempo alguno a escuchar lo que Dios tiene que decirles.
La oración debe ser un diálogo, no un monólogo. Todos necesitamos recibir la revelación que un ministro recibió sobre este tema hace unos años. Un día, mientras estaba postrado en el suelo ante Dios, gritando y chillando por sus problemas, descubrió de repente que: Aquí yace un tonto que no sabe nada hablando con Aquél que lo sabe todo.
La mayoría de nosotros ha caído en esa trampa alguna vez. Pero, como personas nacidas de nuevo y llenas del Espíritu, deberíamos ser capaces de hacerlo mejor. En lugar de retorcernos las manos en oración y decir: “¡Oh, Dios, no sé que hacer!”, debemos aprender a orar como lo hizo el apóstol Pablo, para que Dios nos «llene del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría e inteligencia espiritual» (Colosenses 1:9). Entonces, debemos creer que Él lo hará y esperar expectantes en Su presencia.
¿Por qué podemos estar tan seguros de que nos hablará y de que podremos oírle?
Porque Jesús lo dijo. Nos dijo que Él es el Buen Pastor, que somos Sus ovejas y que oímos Su voz (Juan 10:4). Dijo que el Espíritu Santo, a quien envió a vivir en nosotros, nos enseñaría todas las cosas. Que Él «los guiará a toda la Verdad (la Verdad completa, plena). Porque no hablará por su propia cuenta [por su propia autoridad], sino que dirá todo lo que oiga [del Padre; dará el mensaje que le ha sido dado]» (Juan 14:26, 16:13, Biblia Amplificada, Edición Clásica). Además, Santiago 1:5 nos promete lo siguiente: «Si alguno de ustedes requiere de sabiduría, pídasela a Dios, y él se la dará, pues Dios se la da a todos en abundancia y sin hacer ningún reproche».
Nunca olvidaré la primera vez que me detuve conscientemente en medio de una oración para escuchar la sabiduría de Dios. Me encontraba en una situación desesperada. Nos habíamos mudado con mi familia a Tulsa, Oklahoma, para poder asistir a la Universidad Oral Roberts. Sin embargo, aunque sabía que Dios me había instruído hacerlo, no tenía ni idea de cómo saldríamos adelante económicamente.
Como piloto, podía ir al aeropuerto y conseguir un trabajo, pero entonces no tendría tiempo para ir a la universidad. Si no conseguía trabajo, tendría tiempo para estudiar, pero no tendría dinero para pagar las facturas y encargarme de mi familia. ¡Ay de mí! pensé. ¿Qué voy a hacer?
En realidad, esa no era la pregunta correcta, la cual hubiera sido: ¿Qué va a hacer el Señor? Pero, en aquel entonces, yo no sabía preguntar de esa manera. Así que hice lo único que se me ocurrió: Me arrojé al suelo y oré en lenguas tan rápido y tan fuerte como pude.
Normalmente, orar en lenguas es algo bueno. Pero, en este caso, no estaba orando con fe, sino que oraba con miedo porque realmente no sabía lo que iba a pasar. Después de un rato, pensé para mis adentros: Me pregunto si Dios me diría algo si dejara de hacer el ridículo y escuchara.
En cuanto decidí callarme, me dijo: “¡Ya era hora! No pude decir ni una palabra. Ponte de pie.”
Me levanté de un salto y Él volvió a hablarme. Te traje hasta aquí y aquí te cuidaré. Esta gente no puede hacerte un ministro. Todo lo que pueden hacer es entrenarte. Yo ya he hecho de ti un ministro. Tu ministerio es ahora, y no después de que salgas de esta Universidad.
Un encuentro que cambió mi vida
Ese día le había dicho a Gloria antes de ir a nuestro dormitorio a orar que me iba a quedar allí hasta que escuchara del SEÑOR, aunque tomara toda la noche. Así que, cuando salí del dormitorio menos de media hora más tarde, ella me miró sorprendida. “¿Toda la noche? No has estado allí ni veinte minutos.”
“¡Eso fue todo lo necesario!” le contesté. “¡Ya tengo mi respuesta!” Entonces compartí con ella lo que El SEÑOR me había dicho. Ella sonrió mucho y me dijo: “Bueno, ¡vamos!”
Al día siguiente, tuve que atender unos asuntos en el Centro de Recursos de Aprendizaje de ORU y, cuando estaba a punto de salir del edificio, El SEÑOR me detuvo. Literalmente frenó mis pies en el suelo. Sube al sexto piso, me dijo.
En la orientación de primer año nos habían explicado que a los estudiantes no se les permitía estar en ese piso porque ahí se encontraban las oficinas ejecutivas.
“SEÑOR, no puedo subir allí”, exclamé. “¡Es el Vaticano!” (No intentaba hacerme el gracioso, pero me salió esa frase).
Ellos trabajan para Mí, me contestó. Así que fui.
Cuando pisé el sexto piso, aunque no conocía a nadie allí arriba, vi a Ruth Rooks, la secretaria ejecutiva del Hermano Roberts, sentada detrás de su escritorio. Forzando mis pies hacia adelante como si estuviera caminando los últimos metros hacia mi perdición, me acerqué a ella y simplemente le dije: “Me llamo Kenneth Copeland. Soy piloto comercial. Acabo de inscribirme como estudiante de primer año. Sé que este ministerio usa aviones y necesito toda la ayuda disponible. Gracias.”
Al darme vuelta para irme, me encontré cara a cara con el hermano Roberts. Se había acercado por detrás sin que me diera cuenta. Extendiendo su mano, se presentó. “Mi nombre es Oral Roberts,” dijo. Estupefacto, todo lo que pude hacer fue tartamudear en respuesta, mientras él continuaba.
“Tengo entendido que eres piloto comercial. Hace dos semanas, empecé la contratación de un nuevo piloto, y el Espíritu de Dios me dijo: No, tengo un estudiante que viene y quiero que sea su trabajo. ¡Tú eres mi hombre!”
Piénsalo: eso sucedió porque escuché. En lugar de sólo orar y orar, le di a Dios la oportunidad de hablarme. Como resultado, Él lanzó este ministerio y mi relación con Oral Roberts; una relación que continuó hasta el día en que se fue a casa para estar con El SEÑOR. Además, Él se encargó de mi situación financiera al mismo tiempo.
Un subsuelo millonario
Aquí es donde muchos cristianos se equivocan en lo referente a la prosperidad financiera. Ellos no oran y escuchan a Dios. No lo escuchan para saber cuánta semilla financiera deben sembrar y en dónde; y, una vez que han sembrado, no lo escuchan para que les diga cómo conectarse con su cosecha. Simplemente ponen su ofrenda en la canasta de la iglesia el domingo y esperan que las BENDICIONES financieras caigan sobre ellos de alguna manera.
Bueno, hermano Copeland, Jesús dijo en Lucas 6:38: «Den, y se les dará una medida buena, incluso apretada, remecida y desbordante…»
Sí, pero eso no es todo lo que dijo en Lucas 6. Si continuas leyendo, encontrarás que también dijo: «¿Por qué me llaman ustedes “Señor, Señor”, y no hacen lo que les mando hacer?» (versículo 46). Así como no has terminado de orar hasta que escuches Sus instrucciones, no has terminado de dar hasta que lo hayas escuchado y hayas hecho lo que Él te instruya.
Mi amigo André Roeber puede dar testimonio de ello. Hace algunos años necesitaba un edificio para la sede de su ministerio en Sudáfrica, así que compró un viejo almacén con la intención de renovarlo. Lo vi poco después de que lo comprara. Era enorme y estaba hecho un desastre. Mientras me llevaba por el edificio en un carrito de golf, me iba señalando las distintas zonas y describiéndome los planes que tenía para cada una.
Estaba claro que el proyecto sería costoso y, al comienzo, no tenía ni idea de cómo lo solventaría. Sin embargo, había plantado una importante semilla financiera. Dirigido por El SEÑOR, había sembrado muy generosamente en algo que estábamos haciendo aquí en KCM, y estaba creyendo que Dios lo BENDECIRÍA a cambio con lo necesario para terminar su edificio.
Mientras tanto, el seguía orando y escuchando al Señor. Cada vez que lo hacía, escuchaba siempre lo mismo. Cuando le preguntaba al Señor de dónde llegarían las finanzas para el edificio, el Señor le respondía: El dinero está en el piso.
¿A qué se refería? Él no lo sabía. Pero, a medida que avanzaba por fe en el proceso de renovación, se fue aclarando. Al remover los viejos pisos del edificio, descubrieron que el subsuelo estaba hecho de una madera muy preciada. Los árboles de los que procede son tan escasos que su tala es ilegal. Es perfecta para fabricar guitarras y muebles finos, y las empresas pagan precios exorbitantes por este material.
La madera de esos subsuelos estaba valuada en millones de dólares. Después de venderla, me dijo André, proporcionó “más que suficiente” para finalizar el proyecto edilicio. El dinero estaba en el piso, ¡y lo encontró porque estaba dispuesto a escuchar!
Hijos e hijas, no esclavos
“Pero, hermano Copeland”, podrías decir, “no creo que merezca esa clase de BENDICIÓN.”
¿Y qué? Las BENDICIONES de Dios no se basan en cómo te sientes ni en lo que te mereces. Están basadas en lo que Jesús hizo por ti y en la bondad de Dios.
¡Dios es un buen, BUEN Padre! Es el tipo de padre que vemos en Lucas 15, en la historia que a menudo pensamos nos relata sobre el hijo pródigo. En realidad, se trata de un padre amoroso y de sus dos hijos, los cuales no habían escuchado de su padre lo suficiente como para captar su corazón. Tal vez recuerdes lo que sucedió entre ellos. Al principio del relato, el hijo menor dijo: «Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde…» (versículo 12). El padre le respondió, no sólo dándole su parte de la herencia, sino también haciendo lo propio con el hijo mayor. En otras palabras, el padre no les ocultó nada.
El hijo menor tomó su parte, se fue a un país lejano y malgastó toda su herencia en una vida desenfrenada. Por lo tanto, cuando una hambruna asoló el país, corrió peligro de morir de hambre. Para sobrevivir, aceptó un trabajo cuidando los cerdos de otro hombre, algo que, como judío, significaba que tendría que violar su pacto con Dios.
Aun así, se quedó sin comida y no consiguió que nadie le diera. (¿Por qué nadie lo alimentó? Porque había gastado todo lo que tenía sin darle nunca a nadie más. Sólo pensaba en sí mismo.) Finalmente, cuando llegó al punto en que se habría alegrado de comer lo que comían los cerdos, se dijo a sí mismo: «¡Cuántos jornaleros en la casa de mi padre tienen pan en abundancia, y yo aquí me estoy muriendo de hambre! Pero voy a levantarme, e iré con mi padre, y le diré: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y no soy digno ya de ser llamado tu hijo; ¡hazme como a uno de tus jornaleros!’» (versículos 17-19).
Aunque sea triste reconocerlo, eso mismo es lo que dicen muchos cristianos cuando oran. Se llaman a sí mismos pecadores. Le dicen a Dios lo indignos que son. Vienen a Él como siervos humildes pidiéndole que les dé lo suficiente para sobrevivir. Luego dicen: “Amén”, sin escuchar lo que Él tiene que decir al respecto.
El hijo pródigo casi comete ese mismo error. Habiendo preparado su pequeño e indigno discurso, se levantó y fue a ver a su padre:
Así, se levantó y regresó con su padre. Todavía estaba lejos cuando su padre lo vio y tuvo compasión de él. Corrió entonces, se echó sobre su cuello, y lo besó. Y el hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y no soy digno ya de ser llamado tu hijo.” Pero el padre les dijo a sus siervos: “Traigan la mejor ropa, y vístanlo. Pónganle también un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Vayan luego a buscar el becerro gordo, y mátenlo; y comamos y hagamos fiesta, porque este hijo mío estaba muerto, y ha revivido; se había perdido, y lo hemos hallado.” Y comenzaron a regocijarse. (versículos 20-24).
¿Te imaginas a ese padre sentado en el porche, mirando hacia el camino día tras día? No buscaba a un criado. Buscaba a su hijo. Quería devolverlo a la familia y ponerle ese anillo en el dedo como señal de que toda la riqueza de su padre volvía a pertenecerle.
Esa es una imagen del corazón de tu Padre celestial. Cuando El salió a buscarte, atrayéndote hacia Él para que pudieras nacer de nuevo, Él no estaba buscando hacerte un siervo. Anhelaba abrazarte y darte las buenas nuevas: En Jesús te has convertido en Su hijo. Te has convertido en Su hija. Has sido recibido en Su familia y, ahora, como heredero del nuevo pacto de todo lo que Él tiene, puedes dar, «y se les dará una medida buena, incluso apretada, remecida y desbordante». (Lucas 6:38).
«Siembra generosamente [para que las BENDICIONES lleguen a alguien] y cosecha generosamente y con BENDICIONES, no de mala gana, ni con tristeza, ni por obligación, porque Dios ama (se complace, lo aprecia por encima de otras cosas, y no está dispuesto a abandonar o a prescindir de él) al dador alegre (gozoso, ‘dispuesto a hacerlo’) [cuyo corazón está en su dar]. Y Dios puede hacer que toda gracia (todo favor y bendición terrenal) venga a ustedes en abundancia, para que siempre y en toda circunstancia y cualquiera que sea la necesidad seáis autosuficientes [poseyendo lo suficiente para no requerir ayuda o apoyo y provistos en abundancia para toda buena obra y donación caritativa]» (2 Corintios 9:6-8, AMPC).
Ese es el plan de prosperidad de Dios. Él quiere que seas próspero. Así que, ora para que Él te dé la sabiduría que necesitas para recibir todo lo que Él tiene para ti. Luego ¡escúchalo! ¡Él te dirá lo que necesites saber! V