Todavía no he conocido al primer cristiano que no crea que Dios pueda sanarlo. La mayoría rápidamente aceptará que Él ostenta el poder para hacerlo. Por lo general, los únicos interrogantes que tienen son: ¿Puedo acceder realmente a ese poder? y ¿Es la sanidad la voluntad de Dios en cualquier caso? Más concretamente: ¿Su voluntad será sanarme siempre?
Son preguntas importantes y –gloria a Dios— la Biblia nos las responde con un rotundo SÍ a cada una.
De principio a fin, nos dice que Dios siempre ha incluido la sanidad en los pactos que hizo con Su pueblo. Incluso la incluyó en uno de Sus siete Nombres redentores. Él dijo en Éxodo 15:26, “Yo soy el Señor que te sana” (Biblia Amplificada, Edición Clásica) o, en otras palabras, Yo soy Jehová Rafa.
Si eso fuera todo lo que Él dijo al respecto (¡y no lo es!) ya sería suficiente. Estaríamos seguros de que Su voluntad es sanarnos porque para que Él dejara en algún momento de ser El SEÑOR que nos sana, tendría que cambiar Su Nombre –y eso no sucederá—. No es posible, porque eso significaría que Él tendría que cambiar, y Él dijo en Malaquías 3:6: «yo soy el Señor, y no cambio».
Santiago, el hermano de Jesús, lo confirmó cuando escribió que en Dios «no hay cambio ni sombra de variación» (Santiago 1:17). ¿Qué quería decir con ni sombra de variación? Piensa en un reloj de sol. Dependiendo de la hora del día, las sombras cambian. Cuando no hay ninguna sombra en el reloj de sol, sabes que es mediodía.
Con Dios, ¡es mediodía todo el tiempo! Él es la Luz. En Él no hay oscuridad en absoluto, y Él nunca varía. Así que, si Él fue alguna vez El SEÑOR que sana, ¡todavía lo es!
Podrás encontrar pruebas adicionales en los Evangelios si estudias el ministerio de Jesús. “Jesucristo es el mismo ayer, hoy, y por los siglos.” Él es «la imagen misma» del Padre, por lo cual nunca cambia (Hebreos 13:8, 1:3). Como el ángel les dijo a los discípulos que presenciaron la ascensión de Jesús: «Este mismo Jesús, que ustedes han visto irse al cielo, vendrá de la misma manera que lo vieron desaparecer» (Hechos 1:11).
Para que Él sea este mismo Jesús, hoy debe seguir diciendo y haciendo por Su Espíritu las mismas cosas que hizo durante Su ministerio terrenal. ¿Qué decía y hacía entonces acerca de sanar a la gente? Mateo 8 nos lo revela.
Cuando un hombre con lepra se le acercó y le dijo: «Señor, si quieres, puedes limpiarme.» Jesús extendió la mano, lo tocó y le dijo: «Quiero…» Una traducción de la Biblia cita a Jesús diciendo: «¡Claro que lo haré!» (versículos 2-3), e inmediatamente la lepra del hombre desapareció».
Si Jesús quiso sanar en ese tiempo, sigue queriendo ahora. Tiene que ser así, porque Él sigue siendo el Mismo.
“Pero hermano Copeland, ¿cómo sabemos que no fue sólo Su voluntad sanar a ese hombre en particular?”
Al leer el resto de Mateo 8. Nos dice que después de que el hombre con lepra fue sanado, otro hombre (un centurión romano) le pidió a Jesús que sanara a su siervo. Usando casi las mismas palabras que en el milagro anterior, Jesús dijo: «Iré a sanarlo.» (versículo 7).
Después, Jesús fue a casa de Pedro, donde estaba la suegra de éste, enferma de fiebre, y la sanó. Luego, «al caer la noche, le llevaron muchos endemoniados, y él, con su sola palabra, expulsó a los demonios y sanó a todos los enfermos» (versículo 16).
Lee ese versículo de nuevo. Dice que Jesús sanó a todos los enfermos que vinieron a Él en busca de sanidad ese día. A todos. Él nunca rechazó a una sola persona que vino a Él para recibir sanidad. A ninguno.
«Pero mucha gente lo siguió, y él los sanó a todos» (Mateo 12:15).
Siempre, en todo lugar, sanaba a la gente
¿Por qué Jesús sanaba a todos? Porque, como Él Mismo lo dijo:
• Mi comida es hacer la voluntad del que me envió, y llevar a cabo su obra. (Juan 4:34).
• No busco hacer mi voluntad, sino hacer la voluntad del que me envió. (Juan 5:30).
• Porque no he descendido del cielo para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. (Juan 6:38)
• Mi Dios, aquí estoy para hacer tu voluntad, como está escrito de mí en el libro. (Hebreos 10:7).
En otras palabras, Jesús sanó a todos porque la voluntad de Dios es que todos sean sanados. Aunque no todos la alcancen por fe y la reciban, la sanidad es la voluntad de Dios para todos, especialmente para Su pueblo de pacto. Como el SEÑOR le dijo a Gloria hace muchos años cuando Él le dijo por primera vez que comenzara a enseñar la Escuela de Sanidad en nuestras Convenciones de Creyentes: ¡Quiero a Mi gente sana!
En los Evangelios, no sólo vemos a Dios sanar a la gente a través del ministerio de Jesús, sino que también vemos Su voluntad de sanidad revelada en lo que Jesús les dijo a Sus primeros discípulos. Cuando envió a los 12, dice Mateo 10, «les dio poder para expulsar a los espíritus impuros y para sanar toda enfermedad y toda dolencia», y les dijo: «Vayan y prediquen: “El reino de los cielos se ha acercado.” Sanen enfermos, limpien leprosos, resuciten muertos y expulsen demonios. Den gratuitamente lo que gratuitamente recibieron» (versículos 1, 7-8).
Cuando el trabajo se hizo tan grande que los primeros 12 discípulos necesitaron ayuda, «El SEÑOR eligió a otros setenta y dos, y de dos en dos los envió delante de él a todas las ciudades y lugares a donde él tenía que ir». Antes de que fueran, les dio la misma orden: «En cualquier ciudad donde entren, y los reciban, coman lo que les ofrezcan. Sanen a los enfermos que allí haya, y díganles: “El reino de Dios se ha acercado a ustedes.» (Lucas 10:1, 8-9).
La voluntad de Dios y las instrucciones de Jesús en esos versículos son muy claras: En todas partes, siempre, sanen a la gente. ¡Mejoren la vida de alguien!
Se parece mucho al mandato que Dios le dio originalmente al hermano Oral Roberts.
Antes de que Dios le hablara cuando era adolescente, se estaba muriendo de tuberculosis. Recostado en su cama, junto a la pared salpicada de sangre a causa de la tos, se había consumido prácticamente hasta no ser más que piel y huesos. Sin embargo, a pesar de su enfermedad y de la tartamudez que le dificultaba hablar, su madre, que oraba, no dejaba de repetir: “¡Este chico será un predicador!”
Así que, cuando llegó a la ciudad un ministro reconocido como el Hermano Muncey, predicando sanidades dentro de una tienda, el hermano de Oral, Baden, lo cargó hasta el auto y lo llevó a la reunión. En el camino, Oral escuchó la voz del SEÑOR. Te voy a sanar, le dijo, y vas a llevar mi poder de sanidad a tu generación.
Efectivamente, Oral Roberts salió de esa reunión sanado, sin tartamudear y con sanidad en su corazón y mente.
Por un tiempo, pastoreó una pequeña iglesia en Enid, Oklahoma. Predicó sanidad a los congregantes, pero, aunque lo escuchaban y lo amaban, nada sucedió. La única persona que sanó fue un hombre al que se le había caído una pieza de maquinaria en el pie. Cuando los que presenciaron el accidente vieron que de la bota del hombre salía sangre, llamaron al Hermano Roberts, que se apresuró a orar. En el momento en que el Hermano Roberts tocó el pie del hombre, el poder de Dios vino sobre él, y el hombre se levantó completamente sano.
“Oral, ¿qué hiciste?”, le preguntó el hombre.
“¡No lo sé!” le respondió.
Al final se desesperó tanto que apenas podía dormir. El deseo de ver a la gente sanada se apoderó totalmente de su ser. Soñaba con ello. Lloraba por ello. Oró noche tras noche por la sanidad y por nada más, hasta que la palabra de Dios se hizo realidad. Predicó a millones de personas, impuso las manos sobre más de dos millones de personas y llevó el poder sanador de Dios a su generación.
Un poder que alcanza más allá de lo que puedas pedir o pensar
¿De dónde sacó el hermano Roberts ese deseo ardiente de ver a la gente sana? ¿Por qué le apasionaba tanto? Porque Dios es un apasionado al respecto. Está tan comprometido con hacernos llegar Su poder de sanidad que incluyó la sanidad en el precio que Jesús pagó por nuestra redención. Isaías 53 dice:
Ciertamente llevó Él nuestras enfermedades (dolencias, debilidades y angustias) y cargó con nuestros dolores y penas [de castigo]… Pero Él fue herido por nuestras transgresiones, fue magullado por nuestras culpas e iniquidades; el castigo [necesario para obtener] nuestra paz y bienestar fue sobre Él, y con los azotes [que lo hirieron] somos sanados y hechos plenos. (versículos 4-5, AMPC).
¡Piénsalo! El Dios que se llama a Sí Mismo el SEÑOR que te sana incluyó la sanidad en el Nuevo Pacto y respaldó ese pacto con la sangre de Jesús. Luego hizo que ese pacto de sanidad se escribiera para ti en la Biblia, de modo que se puede decir de ti lo mismo que se escribió acerca del pueblo en el Salmo 107:20 (RVA-2015): «Envió su palabra y los sanó; los libró de su ruina».
Además, cuando naciste de nuevo, Dios envió Su propio Espíritu a vivir dentro de ti. Eso significa que tienes acceso al mismo poder de sanidad que Jesús manifestó cuando estuvo en la tierra. Jesús Mismo lo dijo. Justo antes de ir a la Cruz, les dijo a Sus discípulos:
¿No crees que yo estoy en el Padre, y que el Padre está en mí? Las palabras que yo les hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre, que vive en mí, es quien hace las obras… De cierto, de cierto les digo: El que cree en mí, hará también las obras que yo hago; y aun mayores obras hará, porque yo voy al Padre… Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Consolador, para que esté con ustedes para siempre (Juan 14:10, 12, 16).
El Consolador es el Espíritu Santo. Es el tercer miembro de la Trinidad, y es Quien trae el poder del Padre a la escena. Ni siquiera Jesús pudo sanar a la gente y hacer milagros hasta que, después de ser bautizado en el río Jordán, el Espíritu Santo llegara sobre Él. Fue entonces cuando, como dice Hechos 10:38: «Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo y con poder, y que él anduvo haciendo el bien y sanando a todos los que estaban oprimidos por el diablo…».
¿Lo ves? ¡Fue por el poder del Espíritu Santo que Jesús sanó a las multitudes!
“Pero hermano Copeland, eso fue hace miles de años.”
¿Y qué? Dios no ha cambiado. Jesús no ha cambiado, ni tampoco el Espíritu Santo. El poder sanador de Dios opera hoy de la misma manera que siempre lo ha hecho, sólo que ahora opera en y a través de nosotros los creyentes.
De hecho, permíteme compartir contigo un testimonio reciente.
Hace un tiempo, una pequeña mancha blanca del tamaño de un grano de arroz apareció en mi mano. Al principio no le presté atención. Pero, cuando me empezó a picar y a doler, fui al médico para que la examinara. Me hizo unas pruebas y me dijo: “Es maligno.”
Totalmente despreocupado, le dije: “Bueno, ¿y ahora qué hacemos?” Me dijo que fuera a ver a un especialista, y así lo hice. Mientras tanto, sin embargo, llamé a mi pastor, George Pearsons. Él y Terri vinieron a casa, teníamos a Kellie y a John al teléfono para que, junto con Gloria y nuestra íntima amiga Bebe, pudiéramos orar juntos de acuerdo, y todo el mundo estaba feliz.
¿Por qué estábamos contentos? Porque sabemos que la sanidad es la voluntad de Dios. Sabemos que nos ha dado un pacto de sanidad respaldado por la sangre de Jesús. Sabemos que el poder del Espíritu Santo está dentro de nosotros; y sabemos cómo conectarnos a ese poder por fe.
Después de que todos oráramos juntos en el espíritu y alabáramos a Dios, el pastor George abrió su Biblia en Santiago 5:14-15. Dice: “¿Está enfermo alguno de vosotros? Dice: «¿Hay entre ustedes algún enfermo? Que se llame a los ancianos de la iglesia, para que oren por él y lo unjan con aceite en el nombre del Señor. La oración de fe sanará al enfermo, y el Señor lo levantará de su lecho. Si acaso ha pecado, sus pecados le serán perdonados».
Siguiendo esas instrucciones, el pastor George cogió la botella de aceite y se puso un poco en el dedo. En el instante en que tocó ese punto de mi mano, una descarga eléctrica se disparó a través de ella. “¡Ja, ja, ja!” Dije. “¡Ya está!”
No volví a pensar en ello.
Cuando volví al médico, su plan consistía en remover finas capas de piel de ese punto de la mano y seguir analizándolas en busca de células cancerosas hasta que no encontrara evidencia del mismo. Me habían dicho que me preparara para quedarme varias horas.
Sin embargo, después de afeitar la primera muestra y analizarla, volvieron en unos 20 minutos.
“Sr. Copeland”, me dijeron, “no hay más células cancerosas”. Me cosieron la mano y eso fue todo.
Dios me ha sanado de igual manera a lo largo de los años, una y otra vez, y está dispuesto y tiene el poder de hacer lo mismo por ti. No importa lo que le pase a tu cuerpo; como dijo el apóstol Pablo, Dios: «es poderoso para hacer que todas las cosas excedan a lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros» (Efesios 3:20).
Sigue meditando en ello hasta que estés tan seguro de que la sanidad es tuya como dos más dos son cuatro. Entonces, toma lo que te pertenece. Conéctate por fe al poder excedente, abundante, superior a todo lo que puedas pensar del Espíritu Santo dentro de ti y recibe tu sanidad… ¡porque Dios quiere que estés bien! V