Vayan, pues, y enseñen a todas las naciones que Dios está enojado con ellas. Eso no es lo que dijo Jesús en la Gran Comisión. Pero, con demasiada frecuencia, ese es el mensaje que la religión tradicional ha predicado.
La gente (creyentes y no creyentes por igual) ha escuchado el mensaje de cuán indignos son. Se les predicó que son criaturas sin valor, que no actúan bien, ni hablan bien, ni oran bien.
¿Te suena familiar? Si es así, tengo buenas noticias para darte: Dios no está enfadado contigo. De hecho, ¡Él no está enojado con nadie!
La Biblia dice que: «en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo, sin tomarles en cuenta sus pecados, y que a nosotros nos encargó el mensaje de la reconciliación» (2 Corintios 5:19). Dios ya le ha garantizado a toda persona nacida en esta tierra el derecho a presentarse ante Su presencia sin ningún sentimiento de culpa o vergüenza. Toda persona, sin importar cuán recubierta de pecado esté, califica para recibir la justicia de Dios. No todos la aprovechan, pero todos tienen la misma oportunidad.
Declaraciones por el estilo escandalizan a la gente religiosa. ¿Sabes por qué? Porque, conforme Romanos 10:3, han “ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, [y] no se han sujetado a la justicia de Dios.”
La religión siempre se encarga de hacerlo. Tratará de establecer su propia justicia, sus propias reglas, su propia posición correcta con Dios. La religión te dirá que, si actúas bien, hablas bien, te vistes bien y te ves bien, entonces Dios te dará Su favor.
Pero Dios no es religioso. Él dice, Yo no quiero que tú establezcas tu propia justicia. En su lugar, quiero darte la Mía. Pero antes de que puedas recibirla, tienes que dejar de tratar de establecer la tuya.
No puedes ganarte la justicia de Dios. No hay nada que puedas hacer para merecerla. Es un regalo de Dios, y lo único que queda por hacer es recibirla.
Cuando acepté a Jesucristo como mi Señor, Dios me declaró justo. No lucía muy justo. En ese entonces distribuía bebidas alcohólicas. El alcohol era mi negocio. Lo vendía y lo disfrutaba. Pero, el día que me sometí a Jesús, mi vida cambió.
Volví a trabajar el lunes siguiente por la mañana en esas mismas licorerías. No sabía nada de la Biblia. Solo sabía que ahora era diferente. Pronto, empecé a decirle a la gente que yo tenía dos clases de espíritus: los espíritus alcohólicos y el Espíritu Santo. “¿De cuál quieres que hablemos primero?”, les preguntaba.
Descubrí que muchos de ellos estaban interesados en Jesús. No estaban interesados en la religión, pero sí en la verdad de que Dios ya no les estaba “imputando sus pecados”. Les interesaba saber que Él había saldado la cuenta de los pecados de todo el mundo. ¡Esas eran buenas nuevas!
Lo triste es que muchos creyentes –personas que ya han sido justificadas en Jesús—
no comprenden la plenitud de tal evento. No han descubierto que Dios no está enojado con ellos. No se dan cuenta de que pueden ir con valentía ante el trono de Dios sin vergüenza, revestidos con la justicia de Jesucristo.
Es el resultado de haberles enseñado a concentrarse más en cómo se han equivocado que en lo que Jesús ha hecho por ellos. Son más conscientes del pecado que de la justicia.
Tomando Conciencia de la Justicia
Uno de los primeros pasos a dar para concientizarnos de la justicia es aprender la diferencia entre el perdón de los pecados y la remisión del pecado. La “remisión” es una palabra que nunca debe ser usada en conexión con un creyente porque el pecado de un hombre es remitido una sola vez.
Cuando el pecado es remitido, en el momento de la salvación, la Palabra nos dice que llegamos a ser «…una nueva creación; atrás ha quedado lo viejo: ¡ahora ya todo es nuevo!» (2 Corintios 5:17).
El problema que teníamos antes de ser salvos no eran todos esos pequeños pecados individuales que habíamos cometido. Esos eran sólo los síntomas. El problema era la condición de nuestro corazón. El problema era nuestra naturaleza pecaminosa. No importaba cuánto tratáramos de ser buenos y actuar correctamente, esa naturaleza nos mantenía prisioneros en el pecado.
Pero, cuando hicimos a Jesús el Señor de nuestras vidas, nuestra naturaleza pecaminosa murió y una naturaleza justa nació en nosotros. El pecado ya no tenía dominio sobre nosotros. La justicia nos había hecho libres.
Esa clase de libertad no estaba disponible en los días del Antiguo Testamento. En aquel entonces, antes de que la sangre de Jesús fuera derramada, había una “justicia reconocida” por Dios, obtenida a través de la sangre de toros y machos cabríos sacrificados. Esos sacrificios cubrían los pecados individuales, pero no cambiaban los corazones de la gente. La gente seguía cometiendo los mismos pecados cada año porque su naturaleza seguía siendo la naturaleza del pecado.
«Porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados» (Hebreos 10:4). Pero lo que la sangre de los toros y de los machos cabríos no podía hacer, la sangre de Jesús sí lo hizo. «Pero Cristo, después de ofrecer una sola vez un solo sacrificio por los pecados, para siempre se sentó a la derecha de Dios… Él, por medio de una sola ofrenda, hizo perfectos para siempre a los santificados» (versículos 12, 14).
¿Cuánto durará el sacrificio de Jesús por el pecado? Para siempre. Eres justo para siempre por la sangre de Jesús.
Sé que todavía te equivocas y pecas a veces. Pero, incluso cuando lo hagas, no es lo mismo porque tu corazón es diferente. Dios no te ve de la misma manera que antes de que nacieras de nuevo.
Piénsalo de esta manera: Si eres un padre, puedes saber que tu hijo ha hecho algo malo, pero en lo que a ti concierne, el sigue siendo tu hijo y es maravilloso. Puede que necesite corrección, pero eso no lo hace malo. Sabes que quiere complacerte. Sólo necesita más entrenamiento para aprender a hacer las cosas bien.
¿Tus hijos pierden su condición de buenos sólo por equivocarse? Por supuesto que no. Lo mismo sucede en la familia de Dios. Una vez que has nacido de nuevo, tu naturaleza ha cambiado. No tienes intención de pecar, aunque lo hagas.
Y cuando pecas, tienes a Alguien de tu lado: «Si alguno ha pecado, tenemos un abogado ante el Padre, a Jesucristo el justo» (1 Juan 2:1). «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad» (1 Juan 1:9).
Mientras que la remisión cambia tu naturaleza, el perdón borra tus errores. Y esa es la palabra final sobre el pecado. Dios ha solucionado el problema del pecado para siempre. Cuando Jesús se convirtió en pecado y lo eliminó en consecuencia, el problema fue resuelto por la eternidad.
Puedes seguir pecando si quieres; Dios no te detendrá. El Espíritu Santo tratará contigo si lo escuchas, pero, si no lo haces, puedes hacer lo que quieras. Sin embargo, pecar no está en tu naturaleza. Ya no tienes una naturaleza pecaminosa; tienes una naturaleza justa.
Dios «nos ha librado del poder de la oscuridad y nos ha trasladado al reino de su amado Hijo» (Colosenses 1:13). Has sido trasladado de un reino a otro.
La gente está demasiado preocupada por el diablo. Luchan contra el enemigo, bombardeando las puertas del infierno sin cesar. Pero me gusta lo que un autor escribió: “Si realmente entiendes tu justicia en Cristo y tu autoridad como creyente, no le prestarás atención al diablo. Simplemente seguirás adelante y harás tu trabajo.”
Jesús les dijo: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Miren que yo les he dado a ustedes poder para aplastar serpientes y escorpiones, y para vencer a todo el poder del enemigo, sin que nada los dañe.» (Lucas 10:18-19).
Satanás no tiene autoridad sobre ti a menos que tú se la des. Jesús ya lo ha despojado de toda autoridad y la ha delegado en tus manos. Tal como dijo en la Gran Comisión: «Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, vayan…» (Mateo 28:18-19).
Iglesia: ¡Esas son buenas nuevas! ¡Vayamos y compartámoslas! V