Dios nunca ha hecho, ni hará nada que se aparte de Su PALABRA. Este es un factor que es eterno y permanecerá por siempre. No puede ser cambiado.
Sin embargo, cada vez que hacemos todo lo que se nos ocurre para llamar la atención de Dios actuamos como si no fuera verdad. Lloramos, oramos y ayunamos—hacemos toda clase de cosas. Pero, no nos detenemos a pensar y a darnos cuenta que la PALABRA —la PALABRA escrita de Dios— es tan Dios como lo es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
El apóstol Juan escribió, «En el principio ya existía la Palabra. La Palabra estaba con Dios, y Dios mismo era la Palabra… Por ella fueron hechas todas las cosas» (Juan 1:1,3).
Podemos estar de acuerdo que “todas las cosas fueron hechas por Dios” —sin embargo fallamos en ver que Juan estaba diciendo que: “todas las cosas fueron hechas por Dios—todas las cosas fueron hechas por la PALABRA”.
Como ves, el libro que llamamos “La Santa Biblia” no es un libro acerca de alguien. Es alguien. Es Dios en sí mismo manifestándose a nosotros.
Jesús oró por sus discípulos unos momentos antes de ir a la Cruz: «Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad (la Palabra)» (Juan 17:17,19).
Jesús no hizo esta oración solamente por los discípulos; Él continuó orando: «Pero no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos» (Versículo 20).
Al igual que los discípulos, nosotros somos santificados por medio de la verdad—a través de la PALABRA de Dios. Pero nota que Jesús dijo, «yo me santifico a mí mismo».
¿Cómo se santificó a sí mismo?
Por medio de la verdad. A través de la PALABRA.
Nosotros somos santificados de la misma manera que Jesús fue santificado.
Ahora, tomemos esta verdad y avancemos un paso más. En Juan 8:26, Jesús dijo: «…el que me envió es verdadero». Así que, basados en lo que acabamos de leer en Juan 1:1: «En el principio ya existía la Palabra. La Palabra estaba con Dios, y Dios mismo era la Palabra», podemos cambiar Juan 8:26 y leerlo de la siguiente manera: «Aquel que me envió es Dios», o «Aquel que me envió es la Palabra».
¿Ves la conexión?
La importancia de entender esa conexión es la siguiente: Jesús no vino a esta Tierra y un día se levantó habiendo recibido una revelación lejana de quien era. Él no vino a esta Tierra con ninguna clase de revelación.
No. Jesús recibió la revelación de quien Él era y lo que estaba llamado a hacer, de la misma manera en la que tú y yo la recibimos—a través de la PALABRA de Dios. Él se encontró a sí mismo en el Libro; en el libro de Isaías para ser más exactos.
Mientras estuvo en la Tierra, Jesús caminó en la PALABRA y en oración; Él no recibió su dirección de Dios porque tenía alguna clase de relación especial con el Padre, que tú y yo no tenemos.
Ahora, la fe vino a Jesús de la misma forma en que nos llega a nosotros—por medio de escuchar la PALABRA de Dios (Romanos 10:17). Ciertamente Él caminó en la sabiduría de Dios en un nivel de fe que yo todavía estoy tratando de alcanzar. Pero el punto importante, es el siguiente: Él lo hizo de la misma manera. Y por eso, nosotros podemos caminar en el mismo nivel de fe y unción que Jesús.
Tú tienes el mismo acceso al Padre que Jesús tuvo. Tienes el mismo acceso al Espíritu Santo que Jesús tuvo. Y todo viene a través de LA PALABRA—de la misma manera que Jesús lo consiguió.
La presencia de Dios —el poder de Dios— está en Su PALABRA escrita.