Alguna vez has orado de esta manera: ¡Oh, Dios, necesito más poder! ¡Por favor… Por favor… Por favor dame más poder, SEÑOR! Yo sí. De hecho, hace algunos años oré de esa manera, seriamente suplicándole a Dios para que me diera un mayor poder para ministrar. Esa oración estaba bien, era una oración muy espiritual. Sin embargo, el SEÑOR me interrumpió justo a la mitad. —Kenneth, ¿A dónde puedo ir para obtener más poder? —Dijo Él. La pregunta me dejó helado.
—Nadie tiene más poder del que Yo tengo —añadió—. Y Yo ya te llené con Mi Espíritu. He depositado dentro de ti la misma fuerza milagrosa que creó el cielo y la Tierra, la misma fuerza sobrenatural que resucitó a Jesús de entre los muertos. ¿Dónde voy a conseguir un poder mayor que ése?
El punto fue claro. Como creyentes nacidos de nuevo y llenos del Espíritu Santo, tú y yo no necesitamos más poder. Simplemente necesitamos desatar la plenitud de lo que ya nos ha sido dado. Debemos permitirle al Espíritu de Dios, quien habita en nosotros, que fluya a través nuestro en una medida más grande.
Si no estamos viendo milagros en nuestra vida y en nuestro ministerio, no es culpa de Dios. ¡No es Él quien nos limita; somos nosotros!
Quizá ésas no te parezcan buenas noticias, pero lo son.
Y ésta es la razón: Si tú eres el único que está limitando el poder de Dios en tu vida, entonces ¡tú eres el único que puede solucionarlo! No tienes que sentarte a esperar que algún profeta súper ungido venga a la ciudad e imponga manos sobre ti. No tienes que esperar a que Dios te envíe un ángel para que te toque con su varita gloriosa. No tienes que esperar nada.
Puedes tomar una firme decisión de incrementar el fluir del poder de Dios en tu vida, ¡a partir de hoy!
Dios siempre está encendido
“Hermano Copeland, yo no creo que podamos activar el poder de Dios a nuestra voluntad”.
Yo tampoco lo creo. Pero gracias a Dios, ¡no tenemos que creerlo! Pues ¡Su poder siempre está encendido! Él lo encendió y lo puso a disposición de cada uno de nosotros hace casi 2.000 años el Día de Pentecostés, y desde entonces no lo ha apagado. Soy yo quien se enciende o apaga. ¡Dios siempre está encendido!
Él simplemente está esperando que nosotros nos encendamos por completo y fluyamos en ese poder. Está esperando que sigamos el programa y comencemos a realizar las obras que Jesús llevó a cabo, y aún mayores (Juan 14:12).
El problema radica en que hemos mantenido a Dios esperando por mucho tiempo. Y esto es porque la mayoría de los cristianos no creen en realidad que puedan llegar a hacer lo mismo que Jesús hizo, a pesar de que la Biblia lo afirma. Después de todo, Él tiene naturaleza divina, es el primogénito Hijo de Dios, y claramente tuvo una mayor medida del poder de Dios fluyendo a través de Él durante Su ministerio terrenal más que cualquiera de nosotros.
Es cierto. Jesús operó en un nivel mayor de poder que nosotros. Pero no por la razón que la mayoría de las personas piensa. Su gran unción no se debía al hecho de que Él es el Hijo de Dios. ¡Ésa no fue la razón! En Filipenses 2:7, leemos que cuando Jesús vino a la Tierra, se despojó a Sí mismo de Sus privilegios divinos. Él hizo a un lado sus derechos de deidad y ministró como un hombre.
¿Entonces, cuál fue el secreto de Su asombroso poder?
Puedes descubrirlo en Juan 3:34: “Porque el que Dios ha enviado habla las palabras de Dios… Dios no le entregó a Su Espíritu con moderación o con medida, sino ilimitado es el don que Dios hace de Su Espíritu” (AMP).
De acuerdo con ese versículo, la razón por la que Jesús pudo actuar con un poder ilimitado fue porque habló la PALABRA de Dios.
Jesús no declaró la PALABRA de Dios sólo cuando ministraba o cuando se sentía espiritual. Él no se paró en la iglesia y dijo: “Alabado sea Dios. Muchas son las aflicciones del justo, pero el SEÑOR te librará de todas ellas!”… y luego salió para decirle a Sus discípulos: “Las cosas están muy mal. Judas se está robando nuestro dinero. Los líderes religiosos intentan matarme. No sé si lograremos salir bien de esto”.
No, Jesús no habló palabras de fe un momento y al siguiente palabras de duda. Él siempre confesó la PALABRA de Dios: «…hablo según lo que el Padre me enseñó» (Juan 8:28).
Más que un libro de pasta negra
Quizá tú digas: “Sé que la PALABRA es importante. Pero no puedo ver cómo ésta puede encender el poder de Dios en mi vida”.
Eso es porque no comprendes en realidad lo que es la PALABRA. Piensas que tan sólo es un libro de pasta negra que llevas a la iglesia el domingo y que después dejas en la mesa del café el resto de la semana. Pero la verdad es que la PALABRA de Dios no es un libro. Ha sido plasmada como un libro, pero la PALABRA misma es lo que Dios nos ha dicho.
Aparta por un momento tu mentalidad tradicional y míralo desde este punto de vista. Si alguien te dijera: “Kenneth Copeland te dio su palabra”, ¿cómo le responderías? ¿Actuarías religiosamente al respecto?
No, tú querrías saber qué dije que haría. También desearías saber si mi palabra es buena. Desearías saber si soy del tipo de persona que cumple su palabra o no.
Ésas son preguntas sensibles. ¿Por qué entonces muchos cristianos que aseguran valorar la PALABRA de Dios nunca se las han formulado?
Ellos declaran: “Sí, amén, hermano. Creemos en la PALABRA de Dios”. Sin embargo, no pueden decirte con exactitud lo que Dios ha dicho que hará por ellos. Y una vez que lo descubren, consideran que es presuntuoso esperar que Él la cumpla. Al parecer, piensan eso porque Dios es Dios, Él tiene la opción de quebrantar Su PALABRA si así lo desea, sin que esto afecte Su naturaleza.
Eso es absurdo. La palabra de una persona es su compromiso, es la medida de su carácter. Si un hombre honra su palabra cumpliéndola, entonces es un hombre honorable. Si deshonra su palabra incumpliéndola, será un hombre deshonroso. Te agrade o no, la integridad de todos —incluyendo la de Dios—, se juzga basado en el cumplimiento de su palabra.
Sin duda, esa declaración podría erizarle la piel a algunos religiosos. Quizá digan: “¿Quién te crees que eres estableciendo un criterio para juzgar a Dios?”.
¡Yo no establecí ese criterio! Dios lo hizo. Fue Él quien nos enseñó a juzgar la integridad de esa manera. Él inventó la integridad de las palabras, y estableció ese parámetro.
Dios y Su PALABRA son uno, no porque nosotros lo digamos; sino porque Él lo dijo. El Señor aclaró que no podemos separarlo de Su PALABRA. Así como Él jamás cambia, Su PALABRA tampoco. Ambos son lo mismo, ayer, hoy y siempre.
Además, la PALABRA de Dios es tan poderosa como lo es Él.
Eso puede sonar chocante para ti, pero si te detienes a meditar en ello por un momento, verás que tiene un perfecto sentido. Una palabra es siempre tan poderosa como la persona que la expresa.
Por ejemplo, si Carlitos, el vendedor de la cuadra, te prometiera un empleo en General Motors Co., no habría mucho poder en esa palabra, pues él puede tener buenas intenciones, pero no tiene la autoridad para respaldar su palabra. En cambio, si el presidente de GM te llamara y te dijera que tienes que trabajar allí, puedes creer sus palabras como garantía, ya que él tiene el poder para hacer que esa palabra se cumpla. Su palabra escrita en una carta tendría el mismo poder para darte ese empleo que las palabras que te dijo.
La PALABRA fue primero
Debido a que Dios es todo poderoso, Su PALABRA también es poderosa. Él puede y respalda todo lo que dice.
Ya que Él es el Creador, Su PALABRA contiene el poder para crear. Tú puedes ver esa palabra hecha realidad en el primer versículo de la Biblia: «Dios, en el principio, creó los cielos y la tierra. La tierra estaba desordenada y vacía, las tinieblas cubrían la faz del abismo, y el espíritu de Dios se movía sobre la superficie de las aguas. Y dijo Dios: «¡Que haya luz!» Y hubo luz» (Génesis 1:1-3).
Observa que el Espíritu de Dios ya se movía antes que Dios hablara, pero nada sucedió hasta que Dios dijo. La Creación no ocurrió hasta que Dios declaró palabras de fe.
Todo en esta creación material, todo lo que puedes ver, tocar, probar u oler llegó a existir como resultado de la PALABRA de Dios. Eso significa que la PALABRA de Dios es la sustancia originaria de toda la materia. ¡Piénsalo! El papel con el cual se hizo esta revista, provino de un árbol que antes fue semilla, y ésta vino de un árbol que fue semilla; y así hasta llegar a la PALABRA de Dios: “Sea”.
A la luz de esa revelación, ¿piensas que Su PALABRA aún tiene el poder para cambiar este mundo físico y natural? ¿Crees que la PALABRA que creó el polvo del cual fue hecho tu cuerpo, tiene el poder suficiente para sanarlo? ¿Piensas que la PALABRA que creó toda la plata y el oro, todas las riquezas de este mundo, tenga el poder suficiente para suplirte de recursos para pagar tu factura de luz?
¡Claro que sí, por supuesto!
La PALABRA de Dios es eterna, es soberana y no puede ser cambiada. (Somos nosotros quienes intentamos cambiarla cuando decimos que realmente no significa lo que dice. Pero, gracias a Dios, sí significa lo que dice y no hay nada que podamos hacer para cambiar ese hecho). En Salmos 119:89, leemos: «Señor, tu palabra es eterna, y permanece firme como los cielos».
Por otro lado, este Universo material, es temporal. Éste sí puede y sí cambia. Como Jesús lo indicó: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Marcos 13:31).
Si tomas algo que es incambiable y lo usas para aplicar presión sobre algo que sí cambia, es obvio que uno de los dos cederá: ¡el que sí cambia! Por tanto, siempre que tomes la PALABRA de Dios y la apliques con fe en el ámbito temporal, ese ámbito debe rendirse y conformarse a la PALABRA.
Jesús entendió esta verdad y vivió conforme a ella. Él tenía tanta fe en la PALABRA de Dios que cuando la confesaba, esta creación material se postraba y le obedecía, los demonios huían, las enfermedades desaparecían, la muerte entregó su dominio, el pan se multiplicaba, los vientos dejaban de soplar y las olas cesaban.
De hecho, a través del poder de la PALABRA de Dios; Jesús ministró y vivió completamente libre de todas las ataduras de este planeta que está atado a la muerte. Luego, antes de irse nos dijo cómo hacer lo mismo.
Él dijo: «Si ustedes permanecen en mi palabra, serán verdaderamente mis discípulos; y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres» (Juan 8:31-32).
La mayoría de nosotros le ha dado un significado tan religioso a la palabra discípulo que hemos perdido el verdadero significado de lo que Jesús dijo en ese versículo. Un discípulo es simplemente una persona que sigue o llega a ser como alguien más. Por tanto, Jesús en realidad estaba diciendo: “Permanezcan en Mi PALABRA, y serán como Yo. Conocerán la PALABRA (lee Juan 17:17), y ésta los hará tan libres como a Mí”.
Contenedores del poder
Para comprender cómo la PALABRA de Dios puede tener un profundo efecto sobre tu vida, debes darte cuenta de que las palabras hacen más que sólo expresar información. Sirven como contenedores de poder espiritual. Éstas poseen la habilidad de llevar fe o temor, bendición o maldición, muerte o vida (lee Proverbios 18:21).
En ocasiones, las personas declaran palabras ociosas o vacías, pero Dios jamás lo hace. Cada palabra que Él declara, está llena de fe, de poder y de vida. En Hebreos 4:12, leemos que Su PALABRA es «viva y eficaz, y más cortante que las espadas de dos filos, pues penetra hasta partir el alma y el espíritu…».
De hecho, la PALABRA de Dios en realidad contiene en sí misma el poder para que se cumpla. Por ejemplo, en Isaías 55:11, Él afirma: «mi palabra… no vuelve a mí vacía, sino que hace todo lo que yo quiero, y tiene éxito en todo aquello para lo cual la envié».
Cada palabra que Dios ha dicho, ha sido respaldada por Su fe; y está tan llena de poder hoy como lo estuvo en el momento en que la pronunció. Por tanto, cuando crees esa PALABRA, y luego tu fe se une a Su fe, el poder de esa PALABRA se desata, el Espíritu Santo actúa y la PALABRA explota en este mundo natural, ¡y se hace realidad en tu vida!
Fue así como naciste de nuevo. Escuchaste o leíste la PALABRA de Dios: «Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor, y crees en tu corazón que Dios lo levantó de los muertos, serás salvo» (Romanos 10:9). Tú creíste esa PALABRA, la confesaste en fe y el poder del Espíritu Santo fue desatado; transformando tu espíritu muerto y caído en un espíritu renacido, recreado a la imagen de Jesús mismo.
¡Qué milagro más asombroso! Tú fuiste arrebatado del dominio de las tinieblas, y el diablo no pudo hacer nada para impedirlo. Las palabras de Dios realizaron por ti lo mismo que hicieron con Jesús cuando Él estuvo en el abismo del infierno. Demolieron el poder del enemigo sobre ti y te resucitaron juntamente con el SEÑOR Jesús, ¡a fin de sentarte en los lugares celestiales con Él! (Lee Efesios 2:6).
Transforma el mundo
Aunque tú fueses el único confesando la PALABRA, ésta tiene el mismo poder como si Jesús mismo la confesara. Pues son las palabras de Dios, y cuando las confiesas y actúas basado en ellas con fe, ¡siempre desatan su poder!
Pedro y Juan demostraron esa verdad en Hechos 3, el día que se acercaron al hombre cojo que se encontraba a la puerta llamada “Hermosa”. En ese momento, ellos sólo tenían unas pocas palabras del Nuevo Pacto. Sólo tenían las palabras que Jesús les dijo antes de que ascendiera:
«Vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado, se salvará; pero el que no crea, será condenado. Y estas señales acompañarán a los que crean: En mi nombre expulsarán demonios, hablarán nuevas lenguas, tomarán en sus manos serpientes, y si beben algo venenoso, no les hará daño. Además, pondrán sus manos sobre los enfermos, y éstos sanarán» (Marcos 16:15-18).
Pero ésas eran todas las palabras que ellos necesitaban. Cuando ellos creyeron y actuaron de acuerdo con esas palabras, el Espíritu Santo actuó a favor de ellos como lo había hecho con Jesús —y un milagro sucedió—. Cuando abrieron su boca y dijeron: «En el nombre de Jesucristo de Nazaret, ¡levántate y anda! Y tomándolo de la mano derecha, lo levantó, ¡y al momento se le afirmaron los pies y los tobillos! El cojo se puso en pie de un salto, y se echó a andar; luego entró con ellos en el templo, mientras saltaba y alababa a Dios» (Hechos 3:6-8).
Ellos no sólo realizaron ese milagro. Pedro y Juan, y el resto de los primeros discípulos creyeron en esas primeras PALABRAS del Nuevo Pacto; ¡y trastornaron el mundo entero! (Hechos 17:6).
“Hermano Copeland, tu sabes que esos hombres eran apóstoles; por tanto, estaban ungidos para hacer tales milagros”.
¡No, no es así! Si ésa fuera la razón, entonces en Hechos 19:20, diría: “Fuertemente crecían los apóstoles en la palabra de Dios y prevalecían”. Esos primeros apóstoles estaban ungidos para hacer esos milagros porque ellos hablaron y actuaron de acuerdo con la PALABRA de Dios. Y fue la PALABRA y la unción que esa PALABRA liberó, la que hizo la obra.
Debido a que la PALABRA nunca cambia, podemos confiar en que ésta prevalecerá por nosotros de una forma tan segura como lo hizo con Pedro, con Juan y con Jesús. Incluso prevalecerá de forma tan poderosa como cuando Dios dijo: ¡Sea la luz!
¿Qué estamos esperando?
Nosotros tenemos el poder y la unción de Dios mismo moviéndose en nuestro espíritu renacido. Tenemos la PALABRA de Dios en la punta de nuestros dedos. Y entre más llenemos nuestro corazón con esa PALABRA, más actuaremos de acuerdo con ella y la confesaremos en fe; y esa unción podrá actuar con más libertad a través de nosotros.
Tenemos todo lo que necesitamos para activar el poder de Dios en nuestra vida. Tenemos todo lo que necesitamos para sanar enfermos, echar fuera demonios, dar vista a los ciegos y resucitar a los muertos. No somos nosotros quienes estamos esperando por Dios. Él está esperando por nosotros.
Alabado sea Dios, ¡no lo hagamos esperar más! Toma tu Biblia, comprométete a cumplirla y ¡avancemos!