Cuando era niño aprendí algunas cosas que jamás olvidaré mirando películas de John Wayne acerca del lejano Oeste, entre ellas: es imposible para un vaquero ganar en un tiroteo a menos de que
tenga su pistola cargada y esté listo para apretar el gatillo.
Con el pasar de los años he descubierto que, espiritualmente hablando, esta verdad también aplica para: «la buena batalla de la fe» (1 Timoteo 6:12). Nosotros los creyentes, para ser ganadores, tenemos que ser rápidos para desenfundar las armas que Dios nos ha dado. Tenemos que mantener nuestra fe cargada con la munición de Su PALABRA, y ser tan valientes como John Wayne cuando se trate de apretar el gatillo.
Si lo hacemos, experimentaremos milagros en nuestras vidas.
El Nuevo Testamento lo confirma una y otra vez. Nos relata acerca de personas atravesando por situaciones imposibles, las cuales recibieron de parte de Dios lo que necesitaban, no sólo porque creían en Él, sino también porque en el momento crucial, obraron en fe.
No sé si alguna vez pensaste en esto, pero pareciera obvio —a raíz del escándalo que hizo ese día—, que Bartimeo ya había escuchado bastante acerca del ministerio de Jesús.
La gente no solo le había estado diciendo que Jesús obraba milagros, sino que había estado predicando: «El Espíritu del Señor está sobre mí. Me ha ungido para proclamar buenas noticias a los pobres; me ha enviado a proclamar libertad a los cautivos, a dar vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos» (Lucas 4:18).
¿Puedes imaginarte cómo impactó ese mensaje a Bartimeo?
Como judío, le habían hablado siempre acerca de la venida del Ungido—Aquel al que las Escrituras hebreas se refieren como el hijo de David, quien tendría sobre Sí mismo el poder de Dios. Ahora había escuchado que el Ungido finalmente estaba allí, predicando la recuperación de la vista a los ciegos. ¡Estas eran las mejores noticias para Bartimeo!
Lo más probable es que desde que empezó a escucharlas, no había estado haciendo otra cosa más que pensar y hablar del asunto. Como resultado, cuando el momento estratégico llegó, su arma de la fe estaba cargada por completo y sabía exactamente qué hacer. Él le clamó a Jesús, y se rehusó a callarse.
«Jesús se detuvo y mandó que lo llamaran. Los que llamaron al ciego le dijeron: «¡Mucho ánimo! ¡Levántate, que Jesús te llama!» Arrojando su capa, el ciego dio un salto y se acercó a Jesús» (Marcos 10:49-50).
El hecho de que Bartimeo arrojara su capa cuando Jesús lo mandó a llamar es extremadamente significante. Esa capa era una prenda especial que gubernamentalmente lo identificaba como una persona con incapacidad permanentemente; le aseguraba a la gente que lo veía mendigando a la orilla de la calle que él era un hombre honesto y que no tenía otra manera de ganarse la vida—y que jamás lo haría.
La capa de Bartimeo era su licencia para mendigar. Sin ella, no podía trabajar.
Y aun así, antes de recobrar su vista —cuando todavía estaba ciego— arrojó su capa como si dijera: “ya no la necesito. Mis días de ceguera se terminaron. El Ungido con la unción de Dios está aquí y he escuchado lo que predica. Él dijo que el ciego verá y eso es para mí. Estoy sano y nunca jamás mendigaré en esta esquina otra vez”.
Con eso, Bartimeo puso toda su fe en las palabras de Jesús y apretó el gatillo. ¿Cuál fue el resultado?
«Y enseguida el ciego recobró la vista, y siguió a Jesús en el camino» (Versículo 52).
Aquel que duda…
“Pero hermano Copeland,” podrías decir, “cuando Bartimeo recibió su milagro, Jesús literalmente estaba parado frente a él. Hoy en día, ya no es lo mismo para nosotros”.
Lo sé, pero tampoco lo fue en el caso del Apóstol Pablo, y el vio la misma clase de milagros en su ministerio. Recuerdo uno en particular. Sucedió cuando él y Bernabé viajaron a la ciudad de Listra. Como dice en Hechos 14: «En Listra había un hombre lisiado de nacimiento; no podía mover los pies ni había caminado jamás. Estaba sentado, escuchando a Pablo; y cuando Pablo lo vio a los ojos, comprendió que tenía fe para ser sanado. Entonces Pablo levantó la voz y le dijo: «Levántate, y apóyate sobre tus pies». Y aquel hombre dio un salto y comenzó a caminar» (versículos 7-10).
Si estudias ese milagro, te darás cuenta que se desenvolvió casi de la misma forma que el de Bartimeo. Primero, el hombre lisiado escucho el evangelio. ¿Cuál evangelio? «Ese mensaje dice que Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo y con poder, y que él anduvo haciendo el bien y sanando a todos los que estaban oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hechos 10:38).
Segundo, el creyó lo que escuchó —y aun antes de que algo cambiara en su cuerpo—tenía la fe que necesitaba para ser sanado.
Tercero, cuando el momento estratégico llegó, apretó el gatillo de esa fe. Pablo le dijo que se levantara y dio un salto a pesar de que todavía estaba sentado como el lisiado que siempre había sido. Obedeció el mandamiento de la fe y, en menos de un abrir y cerrar de ojos, no estaba caminado sino que estaba danzando.
Sin lugar a duda, este fue un milagro maravilloso. Pero déjame preguntarte algo. ¿Qué hubiera pasado si este hombre hubiera dudado? ¿Qué hubiera pasado si hubiera encogido sus hombros y dacha: “Bueno, no creo que pueda hacer eso, pero si me ayudas, lo voy a probar”?
El final de la historia hubiera sido totalmente distinto. El diablo hubiera capturado la mente de ese hombre durante esos instantes de duda y le hubiera robado la PALABRA.
Su nivel de fe hubiera empezado a menguar, y para cuando la reunión hubiese terminado, habría estado todavía inválido.
¡Esa información es vital para nosotros como creyentes! Nos recuerda cuán importante es para nosotros, no sólo tener fe, sino también de apretar el gatillo cuando esté lista para ser liberada.
Quizás te preguntes,—¿Pero, qué pasa si aprieto el gatillo y pareciera que no sucede nada? ¿Qué pasa si no hay ningún cambio?”
Está BIEN. Algunas veces la manifestación no viene inmediatamente. Así que mantente firme. No caigas en la trampa de preguntarte porqué. No empieces a decir: me pregunto porqué no está funcionando. Tan solo mantente en fe.
Si después de un tiempo todavía sientes que hay un problema, háblale a Dios acerca de la situación. Pero aproxímate a Él desde el nivel de la fe, no en el nivel de los cuestionamientos. Existe una gran diferencia entre esos dos.
Cuando te aproximas a Dios desde el nivel de fe, no le reprochas que Su PALABRA no está funcionando. No le preguntas porqué no ha hecho lo que dijo que haría. No. Basas tu conversación en el hecho de que Él siempre es fiel. De que te ama más que a cualquier cosa que tú puedas concebir y que Él siempre cumple Su PALABRA.
Personalmente, decidí hace mucho tiempo que nunca permitiría que el diablo me presionara pensando que mi fracaso en recibir es culpa de Dios. Nunca es Su culpa. Si alguien metió la pata, ese soy yo.
Debido a que ya he decidido eso en mi corazón, cuando fallo en recibir la respuesta a mis oraciones, digo: “SEÑOR, sé por Tu PALABRA que es tu perfecta voluntad que reciba cuando te pido; y te agradezco por eso Señor. Soy BENDECIDO al saber que has provisto para mí y te pregunto cuál es la causa de la demora. Sé que Tú no te equivocas, así que si yo me he equivocado en alguna cosa, te pido que me corrijas”.
Caminando el kilómetro y medio del milagro
Nunca olvidaré una de las primeras veces en las que le hice una pregunta al SEÑOR. Estaba predicando en Shreveport, Luisiana en los comienzos de mi ministerio, cuando me encontré lidiando con una situación grave en mi cuerpo.
El problema empezó durante la alabanza en uno de los servicios. Mientras estaba de pie alabando al Señor, sentí una extraña sensación en mi pierna izquierda. Repentinamente parecía rígida, como si algo extraño estuviera presente.
En ese instante, me di vuelta hacia Gloria y le dije: “necesito que te pongas de acuerdo conmigo respecto a esto”. Oramos, continué predicando, y no pensé más acerca del asunto en toda la tarde.
Sin embargo, la mañana siguiente al levantarme, realmente me dolía. Ni siquiera quería caminar apoyándome en esa pierna. Pero estaba comprometido a predicar dos servicios por día por el resto de la semana, así que continué haciéndolo en fe. El SEÑOR me ayudó, y cada vez que salía al escenario a ministrar, el dolor desaparecía instantáneamente. Luego, apenas terminaba y salía de la plataforma, ¡regresaba!
Esta situación continuó, y para el final de la semana, al finalizar con las reuniones, yo estaba en agonía. El lugar original de mi dolor se había expandido y mi pierna entera se había hinchado. Caminaba sólo tres pasos antes de que el dolor me golpeara con tal venganza que gritaba sin poder detenerme.
Al darme cuenta que mi sanidad no se estaba manifestando de la forma esperada, fui ante el SEÑOR y le pregunté cuál había sido mi error. Él me mostró que en lugar de ir a la PALABRA y leer las escrituras, debido a que las sabía de memoria, tan solo las había repetido.
Eso no es suficiente, me dijo. Necesitas abrir tu Biblia y mirarlas. Necesitas literalmente posar tus ojos en Mi PALABRA y leerla en voz alta para que puedas escucharla. Después, me recordó Proverbios 4:20-22: «Hijo mío, presta atención a mis palabras; Inclina tu oído para escuchar mis razones. No las pierdas de vista; guárdalas en lo más profundo de tu corazón. Ellas son vida para quienes las hallan; son la medicina para todo su cuerpo».
Kenneth, me dijo. Tus ojos son la puerta por los que la PALABRA entra a tu espíritu. Pero no los has estado usando. Has estado confiando en tu memoria; y el recuerdo de la PALABRA no alimenta a tu espíritu más que lo que el recuerdo de la comida alimenta a tu cuerpo.
Instantáneamente me corregí. Fui inmediatamente a las escrituras de sanidad y empecé a alimentar mi fe.
“¿Hermano Copeland, se manifestó la sanidad instantáneamente?”
No; cuando abordé el avión para regresar a casa, el dolor era más fuerte que nunca. Y para hacerlo aún peor, el diablo me habló durante todo el vuelo recordándome el hecho de que cuando llegara a la terminal en Fort Worth, tendría que caminar un kilómetro y medio para llegar al auto. “Eres un tonto si tratas de caminar esa distancia” me dijo; “te voy a matar”.
Le dije: “No, no lo harás diablo. ¡Eres un mentiroso!”
Cuando aterrizamos esa noche, mi pierna se había hinchado de tal forma que parecía pesar tanto como yo. El dolor era muy intenso. Tambaleándome para salir del avión, me encontré con un hombre que tenía una silla de ruedas. No la habíamos pedido, y sin embargo allí estaba.
El hombre dijo: “tengo esta silla lista para usted”.
Escuché en mi espíritu por una palabra del SEÑOR. Me dijo: La gente sana no anda en villas de ruedas.
Eso era todo lo que necesitaba escuchar. Volteándome hacia el hombre que me ofreció la silla, le dije: “No gracias, estoy sano; no la necesito”.
“¿Está seguro?”, me preguntó.
En ese momento accioné el gatillo de mi fe: “Sí” le respondí, y empecé a caminar. A pesar de que mi pierna gritó todo el camino, sabía que tenía que obedecer al SEÑOR y caminar el kilómetro y medio—la gracia de Dios en mi interior me dio el poder para hacerlo.
Mis padres habían llegado a recogernos al aeropuerto y nos llevaron a la casa, donde me acosté a dormir por fe. Repentinamente, alrededor de las dos de la mañana, me desperté de lleno y me senté. En ese momento exacto mi mamá, que estaba sentada a mi lado orando, dijo: “¡Gloria a Dios! ¡Está listo!”
Tenía razón. Yo lo sabía y ella también: había recibido mi sanidad.
Esta clase de cosas me han pasado innumerable cantidad de veces a lo largo de los años, y he peleado la buena batalla de la fe. A ti también te sucederán. Si mantienes tu fe cargada con la PALABRA de Dios y estás listo para actuar cuando el momento llegue, podrás ganarle cada tiroteo al diablo. Podrás apretar el gatillo de la fe con una valentía inquebrantable; el enemigo se arrepentirá del día que planeó algo en tu contra. Cuando la batalla termine, y la tarde caiga, tú serás el que se mantendrá levantado… y él estará bajo tus pies.